miércoles, 21 de julio de 2010

Balborraz

La primera vez que visité Zamora, no me atreví a bajar por la calle Balborraz. Era pleno invierno y temí desnucarme en un resbalón. De noche, menos aún. La iluminación era escasa, el frío viento cortaba la cara e intuía que penetrar por aquel lugar sería equivalente a atravesar la puerta de esas casas imantadas que existen en algunos parques de atracciones. Sin embargo pude observar estupefacto cómo subían y bajaban incluso a paso ligero personas septuagenarias sin ayuda de bastón. Balborraz se me antojó como una calle sorprendente, rompe huesos y llena de hechizo. No sabía dónde terminaba ni deseaba correr la aventura de averiguarlo. Posiblemente bajaría en cantil hasta el río Duero. Comprobarlo resultaba tan simple como mirar un plano. Zamora es una ciudad mágica, con diecinueve edificios modernistas y un cimborrio, el de su catedral, lleno de escamas. Cada Lunes Santo, una procesión silenciosa compuesta por cofrades con hábitos de estambre blancos y teas encendidas baja la calle Balborraz acompañando a la talla del Cristo de la Buena Muerte. En los próximos días, la calle de Balborraz se convertirá en el eje central de multitud de actos lúdicos. Vamos, que lo que yo entendí como calle de difícil tránsito en mi primera visita a Zamora, ha resultado ser pasados los años un lugar de encuentro para la actividad creativa. Doy palabra de volver a Zamora y bajar la calle Balborraz en invierno, con el suelo helado y sin ayuda de lazarillo. Si salgo ileso, prometo celebrarlo con un vaso de vino de Toro ante la estatua de Viriato.

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