martes, 14 de septiembre de 2010

Entre el cielo y el infierno

Esto de volar ya no es lo que era. De hecho, según leo en ABC, “la aerolínea irlandesa Ryanair ha indicado que dejaría que los pasajeros vayan de pie durante los vuelos si la Autoridad de Aeronáutica de Irlanda lo permite”. O sea, que pronto se podrá ir por encima de las nubes con la alforja y la tortilla de patatas, permanecer sentado sobre la maleta, o sujetar el brazo en unas asas ancladas al techo, como en los autobuses urbanos. Hasta pudiera ser que echemos de menos la carbonilla de los trenes. De azafatas, nada. El servicio está muy caro. Y el piloto dejará el uniforme en un armario de su casa y pilotará el avión en camisa azul-mahón y con una gorra con la visera en la nuca, como los encofradores. El “low cost” ha conseguido que pronto puedan disponer los aviones de unos asientos llamados “Sky Rider”, que son como sillas de montar a caballo, separados del asiento de delante por 60 centímetros. Un tal Dominique Menoud, director general de Aviointeriors Group, ha hecho unas declaraciones a la prensa norteamericana señalando que “los vaqueros montan ocho horas diarias en su caballo y se sienten cómodos en la silla”. Lo malo de esta novedad es que se nos acabarán poniendo las piernas arqueadas en forma de paréntesis y llegará el gracioso de turno que nos cantará aquello de Imperio Argentina: “mi caballo murió/ mi alegría se fue”. Y hasta nos volveremos patizambos, como el niño del cuadro de José de Rivera, resentidos y con el ano pajarero, por la inadecuada postura durante el interminable vuelo. Pero lo más triste, si cabe, es que al subir al avión no nos saludará ningún miembro de la tripulación ni se nos deseará feliz viaje. Todo lo más, si es que alguien dice algo, será: “¡Dios le ampare, hermano!”. Y los sufridos pasajeros pondrán cara de gilí sin entender la razón de la paradójica sonrisa del sobrecargo, posiblemente tratando de disipar el espectro de la desconsideración. La crisis ha hecho que vivamos de precario. Aquí hemos pasado del coche de línea y del ferrobús que paraba en todas las estaciones al incómodo avión que nos transporta como arenques en tabal de madera. Ya no vemos ni el paisaje, que era gratis. No tardando mucho, al bautizar a los niños, en vez de agua bendita, les pondrá el cura un código de barras en la frente. Y por un poquito más de dinero a la curia, irán bautismo y confirmación codificados en la misma barra, como en el dos por uno de los supermercados. Las ofertas serán, eso sí, en temporada de invierno. Los tiempos cambian y la pela es la pela.

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