jueves, 4 de noviembre de 2010

Las otras familias numerosas

No está mal, ahora resulta que, según una enmienda introducida ayer en el proyecto de los Presupuestos Generales del Estado para el 2011, las familias monoparentales con dos hijos a su cargo serán consideradas familias numerosas a partir del 1 de febrero de 2011. Hombre, podían haberlo aprobado con más retroacción, o sea, antes de tener que subir la terrible cuesta de enero, ese repecho empinado que no lo treparía ni Bahamontes y que deja a la familia más flaca que la hoja de culantrillo. De cualquiera de las maneras encuentro bien la medida. Lo de las familias numerosas ya no se parecen en nada a lo que fueron, con la cartilla de racionamiento echando humo, ese abrigo del niño al que había que darle la vuelta a la tela para que aguantase otro invierno, la madre estirando el puchero de los garbanzos, ya se sabe que donde comen dos comen tres y que donde comen seis, comen nueve; y si queda algo para la cena, mejor. Y aquella foto con toda la camada dentro de un libro de familia para enseñárselo al revisor del tren cuando pidiese los billetes. “Oiga, ¿cuantos años tiene ese niño que salta en el asiento?”, preguntaba el revisor dando por hecho que de ninguna de las maneras se iba a creer en la respuesta del cabeza de familia: “Tres y medio, hará cuatro para el Corpus”. Y siempre la misma contestación del revisor: “Pues está muy crecidito para esa edad”. “Si señor, está lustroso --contestaba el padre--, es el ‘fercobre fólico’, que obra milagros en las criaturas. Les quita el arguillo”. Con el libro de familia numerosa se suprimía el 20 por ciento en el precio del billete a cada uno de los familiares que ya hubieran desarrollado el uso de razón y que el “Astete” aclaraba que era a partir de los siete años. Los más pequeños viajaban de extranjis, como debe ser. Pero los viajeros de aquellos trenes con vagones de madera que se sentaban en mi compartimento, no sé por qué razón, siempre viajaban de extranjis. Cuando llegaba el señor de la visera, le enseñaban un kilométrico color marrón lleno de numeritos extraíbles y se ahorraban los impertinentes interrogatorios. Era como un catón para el gremio de ferroviarios que enseñaba a ver la vida a través de una ventanilla sobre la que ponía “es peligroso asomarse al exterior”, o sea, al otro lado de los Pirineos, donde sólo anidaban rojos y masones. En mi fuero interno siempre pensé que sólo pagábamos billete nosotros, los componentes de nuestra familia, y que el resto del convoy estaba siempre ocupado por ferroviarios que viajaban de “regaliz” y que iban de un lado para el otro por cambiar de aires, para poder trapichear con estraperlo, o para las dos cosas a la vez.

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