jueves, 24 de marzo de 2011

Ignacio Fortún


El pasado martes se inauguraba en la zaragozana Galería A del Arte una nueva exposición de pinturas de Ignacio Fortún. “Rural necesario” es el título genérico con el que este gran artista de los pinceles ha querido ahora sorprendernos. Y lo ha conseguido. Su arte ha evolucionado desde los años 80, cuando le conocí a través de paisajes esteparios, butaneros transportando al hombro bombonas con el freno de un cierzo endiablado, hombres apoyados en barras de bar de El Tubo entre fritangas, humo de tabaco y servilletas arrugadas en el suelo, ovejas en descampados desérticos, naves industriales olvidadas donde la ciudad cambia de nombre, y páramos monegrinos de yesos lacustres donde el alacrán ejerce a sus anchas de rey del mambo. Y en esa evolución, Fortún sorprende de un tiempo a esta parte con "buriles que rayan, ácidos que muerden”, como he leído en algún sitio, sobre planchas de aluminio y de zinc en las que el brillo pálido de luz de neón se acentúa sobre dilatados espacios de tierra de nadie, con abundancia de postes hincados al suelo como rejones y cables eléctricos que conducen la energía o la voz del teléfono a sabe Dios dónde; básculas para pesar hipocondrías; palmeras plantadas por el último indiano melancólico; capitanas que huyen rodando hasta un inexistente cantil; esqueletos de azucareras con chimeneas en erección; ciudades dormitorio en las que nunca se duerme pensando en la puta hipoteca; charcos en los que se refleja una luna que, como decía Ramón, “es una máquina fotográfica que sólo gasta una placa cuando ve un crimen”; cigüeñas sin niño en el pico; y, también, balsas en las que reside todo el abatimiento. A Ignacio Fortún tenemos los aragoneses la obligación de cuidarlo y de malcriarlo para que siga suministrando pinceladas a la bruma. Es un bien escaso. O, al menos, a mí me lo parece.

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