sábado, 19 de marzo de 2011

Setas y otras extravagancias


Cuentan que un tal Francisco Picio, natural de Alhendín, fue condenado a muerte y que poco antes de ser ejecutado recibió el indulto. Tal fue su reacción que se le cayeron el pelo, las cejas y las pestañas, y le salieron una serie de tumores por la cara que lo dejaron deformado. Ya libre, marchó a Lanjarón, de donde fue expulsado porque jamás entró a la iglesia, por no quitarse el pañuelo que cubría su calva. Murió en Granada. Sin llegar al extremo de Picio, ni mucho menos, es cierto que un hermano de mi abuelo materno salió del barco-prisión “Alfonso Pérez” con todo el pelo lleno de canas, sólo horas antes de las horrendas sacas del barco a finales de 1936. Parece demostrado que un susto, un gran disgusto, el estrés, o una impresión fortísima recibida pueden ser causa de serios trastornos en el ser humano. Leer hoy en ABC de Sevilla a los habituales comentaristas sobre las ya famosas setas de La Encarnación tiene su guasa. Me refiero a los comentarios de Francisco J. López de Paz, Antonio Burgos y Francisco Robles, que últimamente hace doblete. Adolfo Arenas Castillo, en entrevista de Fernando Carrasco, al referirse a las próximas procesiones de Semana Santa, dice que “la estación de penitencia es por el camino más corto, haya o no setas”. En fín, tenía entendido que existen setas alucinógenas, como la amanita muscaria; indigestas, como la russula aeruginea; amargas, como la lactarius cistophilus; sospechosas, como la tricholoma sulphureum; venenosas, como la amanita virosa; y, comestibles, como la lactarius deliciosus y otras muchas. Lo que desconocía era la variedad de “adefesio hispalense”, que no mata pero está dando mucho que hablar. Queda claro que los sevillanos prefieren las saetas de la Semana Santa que las setas de La Encarnación. Para que vean lo que cambia la cosa una sola letra. Pasó algo parecido en su día con los “supositorios” de la madrileña Puerta del Sol; con las luces en el suelo de la Plaza del Torico, en Teruel; y con todos los adefesios urbanos que se hicieron en Zaragoza en el periodo administrado por el alcalde Antonio González Triviño, que fueron de libro. Menos mal que su egolatría le llevó a poner placas de inauguración, con su nombre y el excelentísimo señor delante para que no se espante, en casi todos los disparates. Al menos, veinte años más tarde se sigue conociendo la autoría de unas ridículas extravagancias urbanísticas concebidas con el dinero de todos los zaragozanos por aquel excelentísimo sansirolé de solemnidad.

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