viernes, 30 de septiembre de 2011

Zaragoza huele a mierda


Posiblemente sea por la falta de lluvias, esa pertinaz sequía que decían los ministros franquistas, por la incorrección en la limpieza de los alcantarillados, por la putrefacción que desprenden las celulosas en las dos empresas papeleras, o por la falta de higiene en la limpieza de las aceras. Me da igual de quién sea la culpa o quién sea el responsable de ese olor. Lo verdaderamente cierto es que Zaragoza huele a mierda. Una de dos, o Juan Alberto Belloch no tiene olfato y no es capaz de distinguir la “Álvarez Gómez” de una cagada de perro, y en tal caso debería consultar a un otorrino, o le importa un carajo las incomodidades que pueda sufrir el ciudadano. En este último caso, de ser cierto, debería dejar el cargo de inmediato y dedicarse a otra cosa. Un político, él, que va a presentarse en los próximos comicios a senador sin dejar el dogal de la Alcaldía para mí sólo tiene una lectura: pretender seguir cortando el revesino municipal y, al mismo tiempo, estar aforado en su calidad de senador. ¿Qué teme? No lo sé. ¿Al Tribunal de Cuentas? Tampoco lo sé. ¿A que se levanten las alfombras del Consistorio de la Plaza del Pilar y se airee una pésima gestión municipal en la pasada Expo? Lo ignoro. ¿Hay algo más que todavía no sepamos? Pchss… Sea lo que fuere, Juan Alberto Belloch es el responsable de la gestión municipal en la ciudad de Zaragoza. Y, en consecuencia, al Alcalde de Zaragoza le corresponde la responsabilidad de tener una ciudad, además de bien administrada en lo concerniente al dinero público, limpia y decorosa. Si huele mal, como así ocurre, tiene la obligación ineludible de averiguar dónde radica la causa. Y si la causa del preocupante problema ciudadano la constituyeran las industrias papeleras, es decir, Saica y La Montañanesa, el Alcalde no puede mirar para otro lado. Se puede carecer de olfato pero no llamarse andana. Si a los olores a mierda añadimos el desastre que supone tener una ciudad abierta en canal, con todas las molestias que ello conlleva, por la dudosa necesidad de poner en marcha una línea de tranvía, y un barquito por el Ebro vacío de clientela sorteando algas para justificar un azud aguas abajo que nunca debió hacerse; si a todo eso añadimos, además, el tremendo coste del Seminario, ahora convertido en una Casa Consistorial bis, nos damos cuenta de que los caprichos de este Alcalde rozan los antojos de Luis II de Baviera. Están al caer las fiestas pilaristas y Belloch tiene la obligación de, al menos, limpiar con chorro a presión las alcantarillas de toda Zaragoza. La quinta ciudad de España no puede tener el aspecto de un pueblón destartalado con olor a purines. Si no se siente capaz de gobernar la Ciudad con acierto, sería mejor que Juan Alberto Belloch abandonase la política y se dedicase a escardar cebollinos. Los ciudadanos se lo agradeceríamos.

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