viernes, 7 de octubre de 2011

Félix Romeo


Tengo delante el penúltimo artículo que leí en Heraldo de Aragón firmado por Félix Romeo, que se ha marchado hoy al otro mundo así, de repente, con cuarenta y tres años sobre sus espaldas. A Félix Romeo no lo conocía personalmente. Supe de él a través de un programa televisivo que se llamaba “La mandrágora” que sólo lo veíamos cuatro pirados con deseos de estar revolcados en el merengue literario (como contaba Antón Castro, siempre regalaba ideas) y que dirigió con acierto durante cinco años. Félix había escrito tres libros y muchos artículos. Ahora colaboraba en Radio 3, en el programa “La nube”. Y Félix, para quien no lo sepa, estuvo más de un año entre rejas por no querer sufrir en sus carnes esa burundanga de “la puta mili”. Pues bien, el pasado 25 de septiembre apareció el penúltimo artículo de Félix en ese periódico aragonés, que tituló “El afilador”. Contaba su último viaje a Córdoba y decía que le costaba mucho orientarse en su trazado, que una vez le llevaron a la plaza más pequeña del mundo y nunca más supo encontrarla. “La primera vez que pasé por Córdoba -cuenta-, hace ya muchos años, y lo sé porque todavía tenía pelo, las calles también estaban desiertas. Intenté alcanzar a un afilador que hacía sonar su chiflo. (…) Cuando conseguí acercarme a él, llegando por su espalda, vi que pulía un cuchillo del que salían chispas en su piedra de amolar, que transportaba en una especie de carretilla ligera. No había nadie a su alrededor. Nadie se acercaba a él y ni siquiera nadie se asomaba para verle: le gritaban desde las ventanas y le hacían llegar desde arriba las tijeras y los cuchillos con un sistema de bolsas y cuerdas. Tanta precaución se debía, me explicaron al día siguiente, a la superstición: se creía que los afiladores traían desgracias, porque su trato con tijeras abiertas y objetos punzantes les hacía portadores de mala suerte. Algunos pensaban, incluso, que los afiladores anunciaban con su melodía una muerte inminente. Al girar en una esquina, el dueño de un bar, vuelca un cubo de agua sobre la acera. Mucha gente me dijeron (sic), arrojaba agua por la ventana tras haber mercadeado con el afilador: se creía que sólo el agua era capaz de espantar la mala suerte y la mala muerte”. Hasta aquí. Ese artículo de Félix se me antoja como una premonición, como la leyenda becqueriana que Gustavo Adolfo nunca se atrevió a escribir barruntando también su cercana muerte. No sé si ayer o anteayer Félix Romeo habría escuchado de nuevo el chiflo del afilador por las callejuelas del viejo Madrid de los Austrias. O serían, acaso, las trompetas de Jericó en los laberintos de la noche morada. Siempre me quedaré con la duda, el peor de los suplicios, y perennemente me quedaré con el recuerdo de ese gran tipo. Descansa en paz.

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