domingo, 8 de enero de 2012

Se acabó la fiesta


Ahora, cuando ya se ha acabado el rollo consumista de las navidades, el sonido de los villancicos con los peces en el río en los grandes almacenes, el árbol engalanado, los regalos de corbatas horteras y el champaña, cuando todo vuelve a la rutina cotidiana, recuerdo tres cosas de las navidades de mi infancia. Una de ellas era que se ponía el nacimiento (eso de “belén” sólo lo decían los hijos de los gañanes y de los factores de circulación de la Renfe) el mismo día del sorteo de la lotería, por la tarde, cuando ya comenzábamos a sosegarnos tras haber escuchado toda la mañana eso de “cien mil pesetas” por los niños de san Ildefonso, como si se tratase de una letanía monocorde ofrecida al becerro de oro con la misma devoción con la que se escuchaban en las iglesias de postín las pláticas del padre Laburu. Aquel iluminado sacerdote, al que escuché predicar en cierta ocasión en la bilbaína iglesia de san Nicolás, decía aquello de que “cantar es rezar dos veces”. Con la lotería, “cantar el gordo” significaba permitir salir a alguien de la miseria. Era otro concepto del mismo rezo. La segunda, que traían a casa dos botellas de sidra “El Gaitero”: una, para ser descorchada en la cena de Nochebuena y, la otra, en la cena de Nochevieja. Por la tarde las poníamos en la ventana para que se mantuvieses frías. Mi padre era el encargado del descorche. El tapón salía con mucha fuerza en dirección al techo. Beber la sidra “achampanada” en aquellas copas anchas y de cristal labrado, que sólo salían de una vitrina para tan importante acontecimiento, me llenaba de alegría. Años más tarde trajeron a casa, o nos regalaron, no sé, varias botellas de cava. Me decepcionó su sabor. El líquido, aunque espumoso también, estaba sacado de la uva y no de la manzana. Nada tenía que ver con aquellas entrañables botellas de sidra de Valle, Ballina y Fernández que mi paladar había relacionado con las dos cenas importantes de cada mes de diciembre. La tercera, que traían a casa el conocido turrón de Alicante en mazacotes casi del grosor de un ladrillo, imposible de poder ser fragmentado en pedazos pequeños. Se optaba por el procedimiento más expeditivo, o sea, traer una tabla de cocina, poner el turrón encima y sacudirle estopa con un martillo. Los trozos se dispersaban como si fuese metralla. Resultaba divertido.

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