miércoles, 9 de mayo de 2012

Aquel señor de traje oscuro



Una vez le preguntaron a miss Sevilla: “¿Qué opina usted del tsunami?”, y ella, cuyo nombre ignoro, respondió: “Es muy bueno, pero a mí me gusta más el tiramisú”. Al ministro Wert le queda mucho trabajo por delante, pese a ser el ministro peor valorado en las encuestas. Algo parecido ocurrió durante un convite en un pueblo, cuyo nombre evitaré, con motivo de la fiesta de san Isidro. Allí se encontraba un ramillete de fuerzas vivas, es decir, alcalde, farmacéutico, sargento de la Guardia Civil, médico, veterinario, cura párroco, sobrestante de la Renfe, etcétera, dispuestos a hincarle el diente a unos canapés. En un momento dado, el farmacéutico se dirigió a un señor magro de carnes y traje oscuro que fumaba “caldo”, con la pretensión de servirle un poco de vermú como simple excusa para “romper el hielo” y entablar conversación. El señor del traje oscuro, que no se reía aunque le hicieran cosquillas, rehusó el ofrecimiento de aquel boticario con propensión a la dipsomanía,  haciéndole un gesto negativo con un dedo de la mano. El boticario, cursillista de cristiandad, coleccionista de chapas de refresco y consumidor compulsivo de pastillas “Koki”, de mentol-penicilina, se quedó asombrado ante el aparente desaire de aquel señor de traje oscuro que, cuando alguien le preguntaba por la hora, contestaba solemne aquello de “las catorce treinta y dos” o, simplemente, “los treinta y dos”, después de sacar del bolsillo de su chaleco y mirar con fijeza un “Roskopf “ unido mediante mosquetón de seguridad a una cadena de oro de Mannheim. El boticario se echó un trago de vermú cerrando un paréntesis con el dedo meñique. Y tras llevarse a la boca una “gilda”, el boticario le preguntó: “¿Es usted abstemio?, a lo que el señor de traje oscuro le respondió circunspecto, como si le diese la hora: “No señor, soy el jefe de la estación”. El boticario, que no acababa de comprender cómo había podido suceder el desastre de Fukushima, se lo comentó al señor del traje oscuro: “No entiendo cómo se metió tanta agua en Japón teniendo allí la muralla china”. Pero el señor del traje oscuro frunció las cejas, volvió a mirar el reloj y comprobó que ya eran “los cuarenta y siete”. Se enjugó los labios con un poco de agua de seltz, lió un cigarro de “ideales” y se marchó solo, sin el sobrestante, que ahora se entretenía en cantar “Mi triguito limpio” a unas señoras pícnicas y carmesíes, muertas de risa y sentadas en un diván con las piernas abiertas a las tres menos cuarto.

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