martes, 16 de abril de 2013

Gorriones




Desde hace ya tiempo vengo observando que en mi barrio están desapareciendo los gorriones. Cuando más lo noto es cada mañana, cuando está a punto de salir el sol. Se han marchado para no volver. Los gorriones no necesitan hacer las maletas. Un día desaparecen de nuestro entorno y  de nada sirve echarles en falta. Sucedió lo mismo con los limpiabotas, los charlatanes y los zahoríes que señalaban con el péndulo dónde había agua. Estamos condenados a estar cada vez más solos, aunque rodeados de gente sin perspectivas a la vista, es decir, de unos viejos que abren la prensa diaria por  ver las esquelas y de unos jóvenes que la abren por los anuncios por palabras. La vejez es una tragedia; el paro, una sinrazón. Decía Antonio Gala que “hay días en que amanecen rotos todos los juguetes y sellados los libros con cuyo resplandor nos orientábamos en la oscuridad”. Sí, creo que están desapareciendo los gorriones en mi barrio a la velocidad de esas pequeñas tiendas que nos sacaban de apuros a la hora de adquirir un litro de leche o un poco de sal. No sé, tal vez se hayan mudado a un barrio de pijos para posarse en paseos de tilos o de abedules, o junto a un quiosco de música que sólo cumple su misión  algunos radiantes domingos de sol, de niños saltarines y de comadres sonrientes y gordas, hartos de dormir en ramas de descuidados plátanos de sombra que crecen a su aire, sin que nadie los pode adecuadamente. Algunos entendidos señalan que los gorriones parece que huyesen de la contaminación electromagnética,  que no se ve pero  existe y todo lo trastoca. Nos han colonizado las verdes cotorras argentinas, las grises tórtolas turcas y las urracas, que siempre vuelan con frac. Pero los gorriones están desapareciendo de las ciudades y no sabría decirles por qué. Sucede con los gorriones ausentes como con esos vecinos que un día dejamos de verlos. Nadie nos cuenta qué fue de ellos. Los conocíamos de vista y formaban parte del patrimonio de la calle. Como los gorriones ausentes.

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