Una tarde, a principios de los
ochenta, asistí a una conferencia en el Ateneo de Zaragoza, cuando el Ateneo
estaba en el sitio de siempre, o sea, en la planta alta del Casino Mercantil.
Compartían mesa Emilio Romero y Antonio Mingote. Al final, cuando ya salían
para tomar las escaleras, le pedí a Mingote un autógrafo. Me miró con cara de
circunstancias y tomando la cuartilla que yo le ofrecía me hizo a tinta negra
una cara ovalada de cuya frente salía una flor que quedaba situada entre la
nariz y la boca. Y al lado su firma, “A. Mingote”, con esa “g” que siempre se
me antojó parecida a una hormiga. Le puse un marco a la cuartilla y desde
entonces la conservo como si poseyera un cuadro de Benjamín Palencia. Hay cosas
que no tienen precio, sólo el valor que se les quiere asignar. Para mí, Antonio
Mingote fue algo más que un dibujante del ABC.
Fue un observador de su tiempo. En el ABC del día 4 de abril de 1912,
Catalina Luca de Tena lo definió como “maestro del funebrismo”, como, según ella,
lo fue de igual manera César González-Ruano; Esperanza Aguirre, entonces
presidenta de la Comunidad
de Madrid, sobre la que dudo que haya leído la primera parte de “El
Quijote”, lo catalogó como “discípulo de
Cervantes”; y Ana Botella, alcaldesa de la Villa, escribió que era catalán de origen, cuando
todo el mundo sabe que nació en Sitges con casualidad, y de ahí hizo el salto a
Madrid, pasando por alto sus años juveniles en Calatayud, en Teruel y en
Daroca. Catalina Luca de Tena dio en la
diana. Fue maestro del funebrismo, pero lo fue por la época en la que le tocó
vivir, como antes lo fueron otros, por ejemplo Alejandro Sawa, donde cuenta
Andrés Trapiello (en la presentación de “Iluminaciones en la sombra” que hizo
de modo magistral por encargo de Nórdica Libros) que “por su velatorio circuló
toda la bohemia de Madrid, desde los canallas y golfos de la calle a los viejos
amigos. Todo el mundo hizo su frase. Menudearon en los periódicos los retratos
del difunto, con ganas la gente de lucirse un poco a costa del muerto, por
quien, pese a todo, parecían sentir una admiración sincera. Quizás le estaban
agradecidos póstumamente por haberles dado esa oportunidad de lucirse en el
funebrismo”. Y, cómo no, el funebrismo lo encontramos en Valle-Inclán, encarnado
en su personaje Max Estrella en “Luces de bohemia”; en los pintores Gutiérrez Solana, Darío de
Repollos, Zuloaga y, también, en el
“feísmo” que plasmó Eugenio Lucas en los lienzos sobre una España sórdida y
grotesca. En fin, hoy hace un año que murió Antonio Mingote, exoficial del
Ejército, pintor, dibujante, académico de la Española, Doctor “Honoris
Causa” por la Universidad
de Alcalá de Henares y alcalde honorario del Parque del Retiro. El Rey le
nombró marqués de Daroca tarde, pocos meses antes de su muerte. Más vale tarde
que nunca, como fue el caso de Delibes. Lo cierto es que hace un año que murió
Antonio Mingote y España sigue moviéndose en el desbarajuste. Lástima que no
esté ya presente para dibujar esas viñetas que eran fiel reflejo de lo que acontecía.
Él sabía que los mediocres no perdonan. Y que tampoco dimiten. Algunos
políticos tienen tanto pánico al cese que hasta duermen con la luz encendida.
Han hecho de una frase de san Juan de la Cruz su lema: “para ir a donde no se sabe hay que
ir por donde no se sabe”. Y no aciertan.
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