Hoy hace veinte años que murió en
Pamplona Juan de Borbón y Battenberg, tercer hijo de Alfonso
XIII. Quiso ser enterrado en El Escorial y fueron los agustinos los encargados
de recibir el cadáver y depositarlo en el pudridero hasta que sea trasladado a la Cripta, donde están
depositados los restos de los reyes de las Casas de Austria y de Borbón y sus
consortes con descendencia, con la excepción
de Felipe V, que reposa en La
Granja de San Ildefonso, y de Fernando VI, depositado en la
madrileña iglesia de Santa Bárbara. Sólo quedan dos sarcófagos disponibles en
ese recinto de mármol gris, que serán el penúltimo y último de los veintisiete
existentes. El último ya está reservado para Mercedes de Borbón-Dos Sicilias. Nunca he
entendido la razón por la que los padres del actual monarca puedan ocupar la Cripta Real, de la misma manera
que nunca comprendí la razón por la que a Juan de Borbón se le hiciera en su
día un funeral con honores de jefe del Estado. Alguien debería explicarlo de
forma entendible. En el Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial ni están todos
los que son ni son todos los que están. Pero, vamos, no me pilla de sorpresa.
En este país a cualquier cosa le llaman mantón de Manila. Y uno, que con los
años empieza a conocer el percal, se da cuenta de que las pompas y vanidades de
este mundo se disipan, como se disipa el olor del agua de colonia “Álvarez
Gómez”, cuando un cura de abultada andorga solfea el responso
gregoriano “Libera me domine” al borde de la cama del enfermo terminal. También
estos días, concretamente el próximo 30 de abril, hará veinte años de la muerte
en Méjico de doña Lola Rivas, la mujer que tantas madrugadas estrelladas
contempló en las cercanías de El Escorial de Arriba acompañando a su marido,
que tenía una “querencia” arraigada con aquel entorno. Cuando se despeje el
vaho de lo inmediato, comprenderemos muchas cosas de “El jardín de los
frailes”: “En túmulos de escarlata / corta lutos el silencio. Es el ocaso”.
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