sábado, 22 de marzo de 2014

El valor del silencio




Se encontraban Manolete y su asistente, Chimo, en el Hotel Palace de Madrid. Y Manolete, reconcentrado en sus ideas, permanecía taciturno y silencioso.  Chimo, harto de tanto silencio-mudo (perdonen el pleonasmo), le dijo a Manuel Rodríguez: ‘Maestro que bien se está callao’; a lo que Manolete respondió: ‘mejor se está sin decir ná’. Chimo era su ayudante personal, que no hay que confundir con su mozo de espadas, que lo fue Guillermo González Luque hasta aquel 28 de agosto del cuarentaysiete. Contaba Manuel Ramírez en un artículo del diario Abc (02/05/2001),  “La fidelidad del mozo de espadas”, con motivo de una entrevista reciente que le había hecho a Guillermo González, lo siguiente: “Pero ya le conocía por el sepia de una foto de Cano que es historia eterna de la propia fiesta. Está allí, en ese retrato, como tallado en madera: camisa remangada por el sol fuerte del agosto andaluz, pantalones arrugados por muchas horas de volante, de muchos sudores de callejón, de muchas angustias de boca de burladero, mientras Manuel recorta su inmenso gesto de dolor en un fondo de arena, tablas tatuadas con remates de pitones y bullicio de tendidos. En momentos así, es importante el valor del silencio. (…) Él, Guillermo, tiene el puño de su mano derecha metido en el muslo de Manolo queriendo hacer de tapón de un cántaro de sangre que ha quebrado el agónico derrote de Islero. Manolo, como tantas veces, le tiene echado el brazo por encima de los hombros. Cantimplas, dibujando en su cara la mueca de la tragedia que se avecina, está al otro lado, a la izquierda de Manolo; tras él, un jovencísimo Luis Miguel pliega el capote con un rictus de impotencia; Chimo, el ayuda de Manolo, se ha quedado petrificado a unos pasos; Gitanillo de Triana parece querer esconder su rostro tras los cabos negros del vestío de Gabriel González; ‘Pepet’, monosabio valenciano, quiere, como ‘Espaíta’, ser todo brazos para hacer tan sólo un suspiro del trayecto a la enfermería y, para completar el encuadre, un empleado de la plaza, gorrilla y camisola blanca como sus alpargatas, no sabe uno si viene corriendo o el horror de la cornada le ha parado en seco”. Una foto, en fin, siempre roba un paisaje y guarda eterno silencio. Los personajes plasmados en ese color sepia casi siempre han desaparecido, o les hemos perdido la pista definitivamente. Esas fotos suelen tener el color del último resplandor en el ocaso, suelen permanecen guardadas en una caja de hojalata que antes contuvo carne de membrillo y las aireamos cuando, al hacer limpieza de cajones, la abrimos como si fuese una exhumación de restos. Las fotos olvidadas las volvemos a manosear  como si fueran cartas para jugar a la brisca las tardes de tedio. Ahora cuenta la prensa que determinados vagones del AVE van a ser silenciosos, con luz más tenue y sin bullicio de niños ni esas conversaciones con móviles que dan tres cuartos al pregonero y  de las que se entera todo el vagón. Hay que empezar a valorar el silencio y bajar el tono de voz. Los españoles somos una máquina de hacer ruido. Hay otros silencios, muy elocuentes. Tal fue el caso de Sabino Fernández Campo, que valía más por lo que callaba que por labor diaria al lado del Rey, que fue impagable.

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