domingo, 6 de abril de 2014

El celibato, a veces...





Solía contar Amando de Miguel que el secreto de que la Iglesia Católica permanezca después de dos milenios se debía al celibato, que impide ceder el cargo de padres a hijos. Por otro lado, como recordaba Josep-Vicent Marqués en un artículo publicado en El País en los años 80, “si todos los sacerdotes son célibes por obligación, todos son presuntamente heretosexuales” y nunca, por tanto, se cuestionaba su hombría, de la misma manera que a todos los reclutas y soldados de mi época “el valor se les suponía”, como constaba en la “verde”.  Pero la presunción, que yo sepa, no es cosa distinta al hecho de presumir. Se da presunción de inocencia por parte de la Ley cuando no existe prueba en contrario. En España, mientras no esté probado otra cosa en los Tribunales de Justicia, todos los ciudadanos somos presuntos inocentes, por mucho que las presunciones de culpabilidad, sobre todo en la clase política, hayan adquirido rango de notoriedad. “El dinero público no es de nadie”, se atrevió a decir a los medios una ministra sin que fuese cesada de inmediato por el presidente del Gobierno. Son tan habituales ya las presunciones de culpabilidad a la hora de las corruptelas y de  meter mano en el cajón del dinero público que no nos causa abatimiento. Y alguno de esos defraudadores, y estoy pensando en uno de Valencia amante de los crucifijos, que todavía pretende ser indultado por el Consejo de Ministros. ¡Qué sinvergüenza! Pero el celibato, y a eso iba, es algo que no sucede con los reinos, donde al monarca, tras su muerte o abdicación, es sucedido en esa alta función de Estado uno de sus hijos de forma automática; y si éste fuese menor de edad, el país quedaría en manos de la regencia, representada en la persona de su madre. Un ejemplo práctico: si Felipe de Borbón ya reinase con el nombre de Felipe VI y, Dios no lo quiera, falleciese en accidente aéreo, al ser menor de edad su hija Leonor, Letizia Ortiz Rocasolano se convertiría en regente de España hasta esa mayoría de edad. Y a mí, señores, dicho sea con los mayores respetos, esa idea no me gusta nada. La obligación principal de la consorte del rey, o del consorte de la reina, es tener hijos para que la dinastía continúe. Justo lo contrario sucede con la jerarquía católica. El caso de Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena puede servir de ejemplo de lo que nunca debió ser. Y menos aún la restauración borbónica en el caso de su padre. Juan Prim murió convencido de que la Casa de Borbón nunca más volvería reinar en España tras la expulsión de Isabel II en 1868. Pero se equivocó con la “importación” de un italiano, hijo segundo de Víctor Manuel II, al que por horas no llegó a ver reinar, ya que desembarcó en el puerto de Cartagena el mismo día de su muerte (30 de diciembre de 1870), y que duró en el Trono poco más de dos años, es decir, más o menos el tiempo que reinó su nieto Aimón, en Croacia (1941-43) con el nombre de Tomislav II. Ahora una periodista afecta al Opus Dei –no daré su nombre aunque me aspen- saca a la luz un libro editado por Planeta donde intenta relacionar a Juan Carlos I con Alfonso  Armada en los días previos al 23 de febrero de 1981. Y, ¡qué casualidad!, el libro aparece una vez fallecido Adolfo Suárez. Ningún ciudadano serio dará crédito a esas gratuitas “afirmaciones”, pero el libro se venderá como rosquillas. No cabe duda de que se haría la luz sobre muchas dudas si los documentos sobre el intento de golpe de Estado se desclasificaran ya, sin tener que esperar 50 años, aunque sólo fuese por conocer la trama civil que cooperó con aquel acto insensato. Tampoco parece que guste a buena parte de la ciudadanía la decisión del Gobierno de aforar a la Reina y a los Príncipes de Asturias, por constituir una regresión democrática. Poner la venda antes de que se produzca la herida no trae cuenta. Y eso, tanto Mariano Rajoy como el ministro Ruiz-Gallardón debería saberlo, salvo que estemos gobernados por unos pardillos que sólo saben dar palos de ciego.

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