miércoles, 23 de abril de 2014

Cosas de brujas




Me entero de que han robado la estatua que Gustavo Adolfo Bécquer tenía junto a los restos del castillo de Trasmoz, una estatua de dos metros de altura y trescientos kilos de peso fundida en bronce, obra de Luigi Maráez y a la que se le atribuye un valor de 20.000 euros. Se colocó  en 2008 con motivo del VII Festival Internacional de Poesía Moncayo. Qué quieren que les diga. Sólo a un insensato se le ocurre colocar en un otero y junto a los restos de un castillo que no está custodiado por nadie semejante atractivo para los amigos de lo ajeno. Ya de paso, los ladrones arramplaron también con una placa de ese mismo material que habían colocado a la entrada del cementerio. En ese pueblo, para el que no lo recuerde, estuvo secuestrado durante un tiempo el padre de Julio Iglesias hasta su rescate. Dice la prensa local que precisamente este año se iba a conmemorar el sexquicentenario de la estancia de los hermanos Bécquer, acompañados de sus hijos, excepto Emilín, en el Monasterio de Veruela, adonde habían llegado en diciembre de 1863, tal vez por consejo de su médico en Madrid, el padre de Casta, que era de Pozalmuro. Es curioso: la zona está gafada. Un año antes de la colocación de la estatua, en agosto de 2007, la caída de un árbol provocó el derribo de parte de la Cruz Negra, realizada en mármol de Trasmoz durante el abaciado de Carlos Cerdán, en la segunda mitad del siglo XVI. Allí, en sus escalerillas de la Cruz, se partió el labio Julia Domínguez, hija de Valeriano, cuando sólo contaba cinco o seis años de edad. Se lo recordaba ella misma, ya viejecita, a un redactor de  Blanco y Negro el 16 de febrero de 1936, en el ejemplar que la revista de los Luca de Tena dedicó a Gustavo Adolfo con motivo del centenario de su nacimiento. Conservo como un tesoro ese ejemplar, en el que Julia, sentada en un sillón de mimbre, desgrana recuerdos de su tío en el modesto piso de un Madrid irrespirable manejado por las chekas y casi al borde de la Guerra Civil. Murió en Madrid dos años más tarde, a los setenta y ocho, entre una lluvia de bombardeos. Conservó esa cicatriz toda su vida. También guardo el suplemento de Gente Menuda de aquella semana de febrero de aquel maldito bisiesto (revista y suplemento se adquirían entonces en los quioscos los domingo), donde aparecía en portada una niña sujetando a dos perros mastines, uno a cada lado de ella. Y en la última página, en la “página de los lectores”, el entrañable dibujo de dos cabezas de cerditos, firmado por  María Luisa Iguelmo, once años, Teruel. No sé por qué he comenzado escribiendo sobre el robo de la estatua de Gustavo Adolfo en Trasmoz y he terminado derrumbándome en la melancolía. A veces pasa.

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