lunes, 15 de septiembre de 2014

Del Comercio



Yo no sé si ahora pero hasta hace poco, cuando el dueño de una tienda de telas o de comestibles se moría en una ciudad de provincias, al día siguiente aparecía su esquela en el periódico local de un tamaño equivalente a la fortuna dejada, donde ponía “Fulano de Tal”, y debajo: “del Comercio”. Si las esquelas se incrustaban en el diario Abc, curiosamente todas ellas eran las correspondientes al número 3, o sea, de 96x151 mm. Parecía como si existiese un acuerdo tácito entre los comerciantes de pro. Ser comerciante era cosa importante en las ciudades cabecera de comarca. Allí acudían las gentes de los pueblos próximos para ir al médico especialista, al notario, al juzgado,  a adquirir el ajuar de una hija próxima a casarse, o una gabardina, o un traje príncipe de Gales. Ser “del Comercio” equivalía a tener capacidad de resolver dudas sobre cómo sentar las costuras con jaboncillo de sastre o coger dobladillos, y dar salida a pellizas, saltos de cama, guayaberas y trajes de primera comunión. Los comerciantes de antes eran gente muy seria, de fácil trato y que jamás echaban la persiana sin haber hecho arqueo de caja y sin haber consignado los movimientos diarios de la caja registradora en el libro copiador. Ayer murió Isidoro Álvarez, del Comercio. Sólo una semana antes había muerto Emilio Botín, del Dinero. Ambos tenían la misma edad, 79 años. El Banco de Santander, a través de Santander Consumer Finance, se había convertido en octubre del año pasado en el gran socio financiero de El Corte Inglés, al comprar el 51% de su financiera en 140 millones de euros. El mayor banco privado de España entraba en la mayor cadena de distribución. El beneficio era mutuo. El Corte Inglés dejaba de incluir en su contabilidad 1.500 millones en deuda de clientes, que no es poco, y el Banco de Santander se hacía con 10 millones de tarjetas y nueve millones de clientes de esos grandes almacenes. Hace sólo unos días había entrado de lleno en esos grandes almacenes como un elefante en una cacharrería, Manuel Pizarro, con cargo de adjunto a la Presidencia. Se anunciaba en los medios como la bomba. ¡Quietos paraos! Hasta hace poco, existía todo un lenguaje de las esquelas mortuorias, de la misma manera que existía el leguaje de las flores o el lenguaje de los abanicos. Así, cuando el fallecido era militar de carrera, bajo su nombre se ponía el grado que tenía antes de pasar al retiro o a la reserva. Pero si el uniformado era chusquero, bajo su nombre ponía  “militar”. De esa guisa, ningún lector podría hacer chascarrillos facilones ni rimas satíricas para saltar a la goma elástica; verbigracia: “Un teniente de la Escala de Reserva/ con la picha abría latas de conserva”, o sea. En fin, no hagamos bromas, que por menos estoy seguro que hubiese dimitido Azaña, que era muy suyo.

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