martes, 2 de septiembre de 2014

Siempre Calatayud




Para mí, los recuerdos de las fiestas de septiembre en Calatayud durante mi infancia han quedado reducidos a unos caballitos, una vuelta vespertina por el Paseo lleno de gente y una tómbola de La Caridad frente al “Bar El Cortijo” vendiendo papeletas de rifas. Recuerdo todavía una “vespa”, que se anunciaba como la rifa suprema. Nunca supe a quién le tocó pero me parecía un premio importante, en una época en la que los premios soñados en la televisión era poder ganar un televisor en la que sólo existían dos colores y todos los matices del gris. Por aquellos años, un conocido de casa compró un plexiglás en una de sus visitas a Zaragoza, para poder ser colocado delante de la pantalla. Tenía tres tonalidades en cada una de sus tres franjas. El resultado fue que podía ver la televisión en tres tonos que, eso sí, distorsionaban los paisajes, las películas de “Bonaza” y los telediarios leídos por un locutor muy serio. Por aquellos años mis visitas a Calatayud se reducían, siempre acompañado de mi madre, a que me hiciese análisis de sangre don Ignacio Galindo, tío de don José Galindo Antón, al que desde aquí felicito por poder contar con su nombre en el callejero local en la hasta ahora  Plaza de San Benito, y poder adquirir algo de ropa de vestir en una tienda que entonces había en la Rúa de Dato y que se llamaba “Confecciones Gallego”, además de algún cuaderno escolar, o lapiceros, en “Casa Perruca”. Mientras hacíamos tiempo a la hora de salida del autobús de la “Empresa Olivar”, desde La Pista, mi madre me invitaba a tomar un café con leche en “El Pavón”, cuya acera estaba ocupada por oportunistas y tratantes en ganado intentando cerrar contratos. Eran como los “barandilleros” del parqué de la Bolsa madrileña, pero sus bienes fungibles se reducían a trapicheos de poca monta: el cambio de un reloj de bolsillo por una pluma “Párker 21”, la venta de una mula, el chalaneo de un clatarrero, o la facundia del frutero, en su regateo por comprar la cosecha de manzanas de una finca a un conocido de otro pueblo cuando los árboles todavía estaban en flor. La acera de El Paseo, en Calatayud, mirada desde la Plaza del Fuerte, era por aquel entonces el “Wall Street” de los negocios de nula facturación. Unos asuntos de pocas hechuras que casi siempre se cerraban con un simple apretón de manos. Todavía hoy, después de tantos años, recuerdo mi juventud perdida para siempre; la  puñetera baldosa levantada de la Rúa, junto a “Retales Baraza”, en la que siempre tropezaba; el “Bar Forniés”, donde jugábamos al futbolín; el taller de la viuda de Reinaldo, donde depositábamos por unas horas la bicicleta, el “Bar Luis”, donde mataba el tiempo hasta la llegada del “corto” de las once de la noche a la estación de Calatayud-Jalón, aquel “ómnibus Arcos” con vagones de madera y balconcillo que era como el último tren a Gun Hill. Si lo perdía, estaba copado. No había otro. Han pasado muchos años y ahora vamos y volvemos, mis recuerdos y yo, a la feria donde se vende y se compra esplín. Vamos, volvemos, vamos, volvemos… No queda otra.

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