viernes, 17 de octubre de 2014

Elogio del gorrilla




Pues nada, que el gorrilla ya tiene derecho a que su nombre figure en el Diccionario de la Real Academia. En realidad, gorrilla, gorrilla, es el nombre que se ha sido dando desde tiempo inmemorial a los aparcacoches espontáneos en la ciudad de Sevilla, que por extensión ejerce su cometido en todo el territorio nacional. Porque gorrilla también lo eran los maleteros de estaciones de ferrocarril, ya extinguidos desde que a las maletas les pusieron ruedas, y los subalternos de las plazas de toros que controlan las entradas a los espectáculos. A los gorrillas nunca hay que confundirlos con los gorrones, que esos no acostumbran a llevar gorra de plato, sino un careto como el cemento armado. Alguien me dijo que existía una forma de espantar a los gorrillas que no fallaba. Se trataba de un idioma falso, pero contundente: “Ijams aguanchflei, ti ta nocsche cojoustacambo”. El que me dijo eso me aseguró que no fallaba, siempre que se dijera con timbre imperioso y mirándole fijamente a los ojos. Susana Regueira, que sabe mucho de estos temas, contaba en  Faro de Vigo que José, el tipo al que le hizo una entrevista hace unos meses, “coloca los coches como moviendo un cubo de Rubik: saca uno, adelanta otro, mueve un tercero hacia otra fila... Todo un rompecabezas mecánico hasta conseguir dejar en la acera el vehículo de su cliente”. El gorrilla fetén no es un ganapán sino persona de fiar, que conoce a todos los conductores por su nombre y conserva en su bolsillo todos las llaves de los vehículos que tiene a su custodia. En él se deposita toda la confianza, como un banco se la otorga al cajero. El gorrón, en cambio, vive de gorra, o sea, a costa de otros. Los hay de todas las clases sociales, profesiones, edades y sexos Su origen se remonta a los siglos XVI –XVII, cuando los estudiantes se vestían con gorra, se colaban en los banquetes y hacían enormes aspavientos al saludar, como si conociesen a todos los invitados. Hubo otra figura, la de “capigorrón”, de capa y gorra, que hacían de mozos de otros estudiantes más adinerados a cambio de poder asistir gratis a las clases. Pero el gorrilla, cuyo nombre ya figura en el Diccionario de la RAE, vive de las propinas a cambio de un servicio. Como aquellos “mozos del exterior” de los andenes que cobraban “la voluntad”. Nunca se cuestionó su profesionalidad.

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