miércoles, 11 de febrero de 2015

Esplín




El zaragozano Tubo ya no es lo que era. Desapareció el olor a fritanga de calamares, Serafina y su cajón de cigarrillos americanos, el olor a catedral cuando se pasaba cerca de un patio de vecindad desvencijado y aquellas tiendas que decían en un letrero a pie de calle: “Más barato que en Andorra”. Dentro de un bar, en un espejo vertical, un hombre grueso con aspecto descuidado me recuerda por un instante la figura decrépita de un José Oto hecho papilla, en sus peores momentos. Sobre el televisor de casa, donde veo las noticias, los desfalcos y los jamacucos, tengo enmarcado un trabajo a lápiz que me regaló Ignacio Fortún el mismo día de 1986 en el que un periódico local me cesaba en mi función de escribir artículos por el hecho de colaborar, también, en otro diario local. Antonio Bruned era muy picajoso. De entonces a ahora no he hecho otra cosa de fuste que observar a los personajes salidos del grafito del artista. Una familia toma el vermú de pie, en la barra del bar, que bien pudiera ser “Casa Pascualillo” o “La Viña P”. El hombre está apoyado con el codo en el mostrador; la mujer se lleva a la boca una sardina en salmuera y con la otra mano sujeta un largo báculo lleno de caramelos; y la hija, sentada en un taburete con las piernas a las tres menos cuarto, come un algodón de azúcar, sujeta una caja de pastas y lleva puestas unas gafas de ver bajo el agua. Enfrente de ellos, el magro camarero permanece impasible, con una frialdad sólo comparable a la que tenía Magritas en el bar La Unión, de Calatayud. Todo se hunde: nuestro deseo de comer calamares de plástico con gabardina amarilla y el recuerdo de la librería de lance de Inocencio Ruiz, que nos aguardaba sentado tras una mesa como un confesor en los tiempos del piojo verde. Eugenio d’Ors decía que la Venus de Milo tenía cara de haber poseído unas bellas manos. Pero a nosotros, los que ya frisamos una edad de respeto, se nos ha quedado cara de poseer la Legión de Honor sin merecerla. Hemos dejado la melena para los peones de albañil; el pantalón vaquero para las “cincomarzadas” en el Parque del Tío Jorge; la chaqueta de pana para los mítines para las cenas de contubernio en “Casa Emilio”, etcétera. Se nos ha quedado cara de tocar botones de ascensor. Acariciamos pocos pechos de mujer,  pocos cogotes de niño y chocamos pocas manos. Sólo falta, mi niña, que volvamos al parque a jugar a pitos. En mi infancia, recuerdo, había cuatro clases de pitos: de barro, de piedra, de cristal y de culebrica. Ir en bicicleta se ha vuelto peligroso y se ha quedado camp, por mucho que ahora esté de moda circular por las aceras atropellando abuelas indefensas. Se han vuelto camp, digo, como el fox-trot, los topolinos, la gaseosa de sobre y aquellos barquilleros que portando un farol gritaban “¡rico parisién!”  a los bañistas de "meyba" y a las bañistas con faldilla, aconsejada por la Sección Femenina del Movimiento y por el nacional-catolicismo (¿cosas de Eguino Trecu?) en la santanderina playa de la Magdalena de mi infancia perdida. ¿Qué habrá sido de ellos?

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