jueves, 12 de febrero de 2015

La nube




La niña de azul y blanco vestida de novicia cabalga sobre una nube de algodón. Debajo queda la estampa quieta de niños desnudos pintados por Sorolla. A lo lejos, un tren muy oscuro silba  aires de cansancio. Es inútil, mi niña, que el tiovivo siga dando vueltas sobre su eje. Los caballitos parecen de fotógrafo de glorieta abandonada. La infancia quedó registrada en una estúpida libreta escolar y en un ramillete amargo de estampas amarillas. Adoro los pleonasmos por su carga furtiva de innecesaria redundancia. Sí, la nieve siempre es blanca y las penas son espesas. De nada sirve beber un trago de infame licor para tratar de olvidar algo que siempre se reaviva cuando olemos un perfume, o descubrimos una flor liofilizada entre las páginas de un libro desencuadernado por la desidia de los traslados. Yo sé adónde van las nubes, mi niña, Es fácil de entenderlo. Verás, escucha, las nubes se alejan todas las noches para regresar a la mañana siguiente con otros matices. Hace ya casi una vida de todo y nos hemos convertido en  oradores de cafetín-concierto. Conocemos los dos primeros capítulos de la historia interminable y, cada vez que nos encontramos con alguien que sabe escuchar, le soltamos el rollo patatero hasta aturdirle. Entre canción y canción de la vocalista que enseña lo que puede, somos capaces de explicar la sexualidad del avestruz, el ensamblaje de una librería de Ikea, la etiología del catarro común, o la reconversión agrícola de Guatemala. Pero a la niña de azul y blanco esas cosas le traen al pairo. Ella cabalga sobre una nube, lejos de las catacumbas del antro hospitalario.
--Oiga, amigo, ¿le importa que moje el churro en su café?
--Hombre, si ese es su deseo…
Don Gumersindo Pitarque Trujillo ignora que Navaggiero fuese quién convenciese a Boscán de que incorporara el endecasílabo a la métrica española. Yo sólo me limitaba a explicarle cuando Sarajov, disfrazado de lanzadora de peso olímpico, huyó de Rusia aprovechando que el Papa era secuestrado por un comando de narcotraficantes de Zaragoza y la flota japonesa, disfrazada de pescadores atuneros, ponía cerco a Canarias, según había  escuchado decir a Vázquez-Montalbán. Pero a don Gumersindo tal asunto le importaba una mierda. No le interesaban, tampoco, adónde iban las nubes, si los caballitos eran de cartón-piedra, o si el licor infame era auténtico. Siempre creemos hambrientos a quiénes no comprendemos. No, don Gumersindo no era un hambriento ni un sansirolé. Simplemente era el eco de mis quejas.

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