martes, 19 de mayo de 2015

Soberano menosprecio





Cuando el día sale nublado acostumbro a quedarme en casa leyendo. Hace unos días encontré en el fondo de un cajón un viejo suplemento de El País, ¿de los 80? No sé. El caso es que en su interior había una plana escrita por  el ya fallecido Joseph-Vicent Marqués, que fuese profesor de Sociología en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Valencia. Aquel artículo se titulaba “El suicidio no es una ciencia exacta”. Lo leí, lo releí y me quedé con un párrafo: “Y más grave todavía es lo que suele ocurrirles a los suicidas de cierta fama o reputación, tales como escritores, políticos o artistas. Las necrológicas son redactadas por sus peores enemigos o por sus amigos más tontos, constituyendo penosos monumentos a la incomprensión y la estulticia. El entierro se ve plagado de gilipollas desconocidos que fingen haber tenido gran amistad con el finado. Mediocres oportunistas hacen tesis y monografías sobre su obra, vida y milagros del suicida. Gordos empresarios afirman haberles dado una oportunidad o haberles votado en las elecciones con la boca llena de pudding de cabracho. Y el ayuntamiento, en un acto de soberano menosprecio, rotula en su honor una calle estrecha y sin árboles, torcida, sin gracia y llenas de caca de perro…”. Aunque no se suicidaron, a Adolfo Suárez le dedicaron, como si fuese su puente de plata, el Aeropuerto de Barajas y a José Antonio Labordeta, el Parque Grande de Zaragoza, para que tuviese un parque en la mochila, etcétera. Pero al aeropuerto madrileño le siguen llamando “Barajas”; y al parque zaragozano, “Parque Grande”, pese a haber estado dedicado desde los años 20 al dictador Primo de Rivera. Nada ha cambiado en la ciudadanía en el modo de llamar a las cosas. Sólo cambian de nombre las estaciones de ferrocarril el día que las sitúan en otro sitio. Así, la vieja Estación de Campo Sepulcro, que inicialmente había sido propiedad de MZA, desapareció al dar paso a otra, la Estación de Zaragoza-El Portillo, que con rimbombante placa inauguró Gonzalo Fernández de la Mora siendo ministro de Obras  Públicas a principios de los 70. Y con la llegada de los trenes de alta velocidad se levantó otra estación más moderna y más alejada del centro de la ciudad (en los terrenos ocupados por la antigua Estación de Caminreal, inaugurada en 1932) que  pasó a llamarse Estación de “Zaragoza-Delicias. Es una estación grandota y desangelada como un hangar donde, además de esperar la llegada del tren, se puede pillar una pulmonía; y donde, inexplicablemente, no se permite que los acompañantes puedan permanecer en los andenes despidiendo al viajero. En eso hemos perdido humanidad, no cabe duda.

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