lunes, 12 de octubre de 2015

Gerardo González Calvo





“En Pajares de la Lampreana hay dos días en los que no se va a la escuela: cuando se mata el marrano y cuando se muere la abuela”. Curioso, pero así lo contaba Gerardo González Calvo, escritor africanista y colaborador de El País. Pajares de la Lampreana, su lugar de nacimiento, está ubicado en el centro de la provincia e Zamora, en la Tierra del Pan y tiene en la actualidad muy pocos habitantes, algo más de 300. Por esos pagos, los monjes de Sahagún establecieron viveros de lampreas "con las que abastecían sus cuaresmales refectorios". Según Cela, “la lamprea es comida de dioses, pero tiene mala prensa porque come muertos”. Serían algunos de muertos en los incontables naufragios contados en su último libro, Madera de boj. La lamprea es una reliquia viviente de la prehistoria que se encuentras en la desembocadura del Miño, ese río embrujado y con infinidad de leyendas, entre La Guardia, en España, y Caminha, en Portugal. Así, cuando alguien navegaba cerca de Arbo debía ponerse una piedra en la boca para evitar poder hablar. Si hablaba, las feiticeiras se metían con él. Y en Santa María de Ribarteme se realiza una romería y los que han sido curados por la santa salen en procesión dentro de los ataúdes con los que habrían sido enterrados de no mediar su intervención. Pero leyendas al margen, lo que le sucede a la lamprea es que se alimenta de la sangre de otros peces mediante la succión con la ventosa de su boca, ya que carece de mandíbula. Los que la han probado, cuentan que sabe fuerte y como a moho y se suele cocinar en su propia sangre y con el añadido de bastante vino tinto. No sé. Si Cela decía que era comida de dioses no seré yo el que le enmiende la plana. Más todavía sin haberla probado. Gerardo González Pardo, que ha visitado muchos países, también conoce muchos sabores, como escribe en sus escritos: “En 1994 -escribe González- visité Filipinas. Desde el cuarto donde dormía, en el populoso municipio Quezon City de Manila, oía todas las mañanas la voz de una mujer que anunciaba intermitentemente: ‘Balut, balut’. Me interesé por esta mercancía. El cocinero de la casa donde estaba hospedado me explicó que se trataba del "huevo balut", cocido en agua hirviendo con el pollito dentro. Mi curiosidad se acrecentó. Me comentó el buen señor, que hablaba tagalo, inglés y castellano, que el huevo balut es un gran reconstituyente. Al decir reconstituyente esbozó una maliciosa sonrisa. Ante mi cara de asombro, me informó: ‘Da vigor a los hombres’. No se atrevió a pronunciar la palabra afrodisíaco. Dije al cocinero que me gustaría ver el pregonado balut y él mismo se ofreció para conseguirlo. Al mediodía me enseñó un huevo blanco. Le dio un golpecito contra un plato, le fue quitando la cáscara poco a poco, igual que se hace con un huevo duro. De pronto, apareció el misterio del balut: el huevo de gallina con el pollito dentro. El plumaje era muy visible. Quizá le faltaran tres o cuatro días para la eclosión, que, como se sabe, se produce a los veintiún días de su incubación. En una parte estaba el pollito en posición fetal y en la otra la yema con unas venitas pegadas a la clara. Le hice unas fotografías y el cocinero lo engulló después con satisfacción manifiesta. Me aclaró: ‘A los filipinos nos encantan tres cosas que en tagalo tienen tres bes: bere (cerveza), babag (mujer) y balut’”. En fin, a saber lo que contará González cuando aparece por el bar Aries de Pajares de la Lampreana y se encuentra con Marypaz, Elena y Henar tomando café y jugando al mus. “Sus madres y abuelas, cuando dejaban de hacer la jera, jugaban a la perejila en sus casas; ninguna entraba en un bar o en un casino, porque se estimaba que era cosa de hombres”, contaba González en su artículo Mujeres de bandera, publicado en La Opinión el 19 de septiembre de 2013. “Por tradición -escribía González-, no han sido las mujeres de la estepa cerealista zamorana ni labriegas como las sanabresas, ni tampoco como esas leonesas que retrata Concha Espina con fidelidad asombrosa en su novela La esfinge maragata. Pero no por ello tuvieron empacho en remangarse el mandil, después de ejercer de madres de familia numerosa y amas de casa (de profesión sus labores, se decía entonces), para andar al tito allí donde estuviera. Otras, incluso viudas con varios hijos, emigraron del pueblo en los años sesenta, para trabajar como porteras, sirvientas o en la limpieza en fábricas, empresas y hospitales. Sacaron la familia adelante a base de trabajar sin desmayo, como Amelia, que enviudó muy joven y cuyos hijos iban a comer al Auxilio Social de Pajares antes de emigrar Asturias. Que yo sepa, -señalaba como colofón- ninguna de estas mujeres les han concedido una medalla al mérito en el trabajo, no porque no lo merecieran, sino porque pasaron siempre inadvertidas”. Un artículo entrañable que, a mi entender, merecería un importante premio.

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