martes, 1 de diciembre de 2015

Estatuas




Ayer regresaba de pasar una semana en Collado-Villalba. En el tren de cercanías hacia Madrid, ya de regreso a Zaragoza,  pude ver llegando a Torrelodones, o por Las Matas, una boina amarilla que cubría todo Madrid como un baldaquín. Como aquel palio de tela amarilla que siempre le ponían sobre la cabeza a Franco cuando entraba en los templos. No sé cómo se podrá vivir en la Capital de España dentro de pocos años si no se toman medidas serias contra la contaminación. En Collado-Villalba no hay polución. Se respira aire de la Sierra de Guadarrama y se nota más brío en el cuerpo. Es como si a los ciudadanos que visitamos esa ciudad al menos una vez al mes, como es mi caso, nos dieran un chute de octanaje de no sé qué que nos colorease los hematíes hasta dejarlos de color rojo-navidad. Debo volver pronto, para quitarme ese polvo de mariposa que las grandes urbes producen. Y allí, a pocos kilómetros en línea recta, dejé la vista del paraje de Cuelgamuros, que veía todas las mañanas desde mi habitación abuhardillada cuando descorría la cortina. Hubiese preferido ver El Escorial, pero para ello hubiese sido necesario pasar de largo dos estaciones (San Yago y Las Zorreras) en dirección a Ávila. Pero no quiero hoy comentar mi última estancia en Collado-Villalba, ciudad que tanto me atrae. Hoy quiero referirme al barrendero de bronce existente en la Plaza de Jacinto Benavente, en Madrid. Está bien que se haya reconocido su trabajo ingrato y poco valorado. Se trata de una escultura de de Félix Hernando, que representa a un barrendero de la pasada década de los sesenta. Se colocó siendo alcalde Álvarez del Manzano en 2002 y cuentan que tuvo como modelo a Jesús Moreno, el barrendero más veterano, ya que comenzó su trabajo en 1953 como “llavero”, que era el oficio de aquel que tenía como misión abrir las bocas de riego para limpiar las calles con manguera. En aquel año (2002) pasó a ser encargado del Servicio Municipal de limpieza. Según el diario El País (9/12/13) “el encargo vino de la Concejalía de Limpieza del Ayuntamiento de la que se encargaba Alberto López Viejo; hoy imputado en la trama Gürtel. Félix no se explica de dónde pudo salir la leyenda del barrendero Jesús. Él lo tituló con un nombre más aséptico: Barrendero madrileño 1960. Aunque se inspiró en el rostro de un empleado de limpieza que conocía. Tal vez el equívoco pudo venir por el grabado de su cepillo donde se lee: Fundición José Moreno. Así, es posible que alguien leyera mal esta inscripción y le asignara un nombre diferente”. La semana pasada, al ver de nuevo la estatua de bronce del barrendero de la Plaza de Jacinto Benavente, que ya conocía, me llevé una grata sorpresa. Los barrenderos eran dos. Uno frente a otro. Les hice una foto y me acerqué para comprobar que no veía doble. Y toqué la chaqueta del advenedizo. Noté que era de tela y que tanto el traje como sus zapatos, su rostro y sus manos llevaban impregnado un baño dorado. Al permanecer inmóvil daba el pego. De pronto me miró con una pícara sonrisa. Era un madrileño que se ganaba la vida de esa manera. Me hice una foto con él, le eché una moneda a un cubilete que tenía a sus pies y me marché calle Atocha abajo (y nunca mejor dicho) no sin antes detenerme en la parroquia de San Sebastián, donde el 19 de mayo de 1861 contrajo matrimonio Gustavo Adolfo Bécquer con Casta Esteban. Existe otra escultura curiosa, en este caso de Julia, en la calle del Pez, junto al Palacio Bauer, del escultor Antonio Santín e inaugurada en 2003, que representa a una joven, se supone que alumna de la Universidad Central de la calle San Bernardo, apoyada en la pared con varios libros en los brazos. Pero dejo esa historia para otro día.

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