sábado, 28 de mayo de 2016

Un brillante que no brilla




El pasado miércoles, víspera del Corpus, se me ocurrió acercarme hasta Toledo, engalanado lujosamente para una de las celebraciones más importantes del año. En la Estación de Atocha saqué un billete de tren. Y como mi avant no salía hasta pasadas las doce del mediodía, todavía tuve tiempo para acercarme hasta el conocido bar El Brillante, en la glorieta de Carlos V (hay otro establecimiento del mismo dueño en la calle Doctor Drumen, 7) para comprobar, como me habían contado, que disponía de los mejores bocadillos de calamares de España. Para empezar, el pan no era crujiente, sino una masa incomibles pasada por un horno dos minutos antes de ser servido. Los calamares ni fu ni fa. Pero el precio si me pareció desproporcionado. Lo mío era un “bocatín” de medio palmo y su precio 3’50 euros. La caña, muy corta, 1’50 euros. Total, dos cañas y dos “bocatines” me costaron 10 euros. Pero lo más curioso era que añadirle un poco de mayonesa tenía un incremento de 0’30 céntimos. Y tuve suerte de no pedir otras cosas como, por ejemplo una torrija, cuyo precio era de 2’80 euros. No digo nada si me llego a sentar en mesa de velador. Hubiese tenido que tirar de tarjeta de plástico. Los camareros van de graciosos y chillan para pedir las comandas como si se hubiese producido en su interior el incendio de Santander. En suma, un desastre. Por asociación de ideas, cuando leí el suplemento por la mayonesa, recordé cuando a finales de abril compré una cafetera en Media Markt, que valía casi 200 euros, y al pasar por caja me cobraron 0’10 euros por una bolsa de plástico que, para más inri, no aseguraba su fortaleza con el peso del contenido. ¡Luego dicen que los negocios se van a pique! Menos mal que el viaje a Toledo sirvió para que subiese en las escaleras mecánicas que inauguró De Cospedal; para que comiese en Dragos (calle Sillería, 11, junto a la Plaza de Zocodover) como cuenta Cela que comió Treintarrobas en Barco de Ávila, “cuando el vagabundo se metió en una taberna a refrescar el gañote y en una mesa con hule a cuadros y sentado en una banqueta sobre la que ni cabe, un tío de muchas arrobas y dentadura de oro, blusa negra de trujamán del toma y daca, ademanes de zarracatín de todo lo que salga y fauces grasosas de epulón repleto, se está zampando un cabrito asado del tamaño de un niño de primera comunión”;  también para ver las innumerables colgaduras; y para no poder contemplar la Catedral por dentro, como hubiese sido mi deseo. Un gachupín con aspecto de sarasa pedía a la entrada del templo 8 euros, que de ninguna de las maneras estuve dispuesto a entregarle. Estos funcionarios del Cielo son peores que los camareros de El Brillante madrileño. Al menos, en El Brillante de Atocha echas algo a la andorga mientras esperas al tren.

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