viernes, 29 de julio de 2016

Al final del camino







Durante mis cortas vacaciones acostumbro a dar largos paseos por las afueras del pueblo a la caída de la tarde. Uno de esos sosegados recorridos, tal vez mi preferido, es el que me acerca hasta la inservible azucarera, en otro tiempo generadora de riqueza y ya sólo tristeza y desolación. Los jardines circundantes se han trocado en eriales donde, pese a todo, intentan sobrevivir entre la cizaña los tulipanes esquivos, las ardeviejas, los ababoles y los malcorajes.
            Pasé mi infancia en aquel barrio fabril y cada rincón se me antojó de niño cuartel general para el enredo de mil travesuras. Hoy, pasados los años, de la mayoría de ellas siento un  leve mea culpa. De otras, de la minoría, un nostálgico y alegre recuerdo.
            Esta mañana me he acercado hasta la iglesia parroquial, donde me bautizaron. Tiene una torre mudéjar hasta su mitad. El resto es vulgar y sólo sirve como soporte de una caja de resonancia para pobres campanas; y, lo peor de todo, para aumentar su grado de inclinación, que ya es preocupante.
            Otras veces salgo sin rumbo por algún polvoriento camino. Me gusta el campo a la atardecida con el sol a la espalda. Y marcho ligero, como si me esperasen en algún sitio, en compañía del silencio mudo y del polvo en los zapatos. Pero nunca llego hasta lo que queda en pie de la antigua azucarera. Me entra una congoja inenarrable. Pasadas las últimas corralizas me topo con la vega amiga. La estrecha carretera empedrada e irregular conduce al puente de un río casi seco. El viejo y romántico puente de tablas me lleva hasta la otra orilla. Me cruzo con un chucho podenco y me esquiva. Un ciclista, al que constantemente le suena el timbre por los baches, me saluda con la cabeza. Enciendo un cigarrillo y aflojo el ritmo de mi marcha. Sobre las piedras rodadas del cauce seco un verderol saltarín picotea en la arena, observado desde una rama de ciruelo por un intrépido chirlomirlo de agudo silbido. En un altillo queda como santo sobre peana la estación de ferrocarril ahora convertida en apeadero. Ya en la curva me aplasta un enorme sol caído y viajero. Una distraída alondra vuela rasante hacia una rama de abedul.  Se acentúa el lamentable estado del empedrado. A dos pasos, la vieja casa-cuartel de la Guardia Civil por donde pasea impertérrito y a sus anchas un gato de algalia. En su fachada desconchada y con tres acacias por testigos puede leerse: Todo por la Patria. Y a la intemperie, bajo la sublime leyenda, unos vagabundos calientan la cena. Me observan. Les saludo con respeto.
            --Buenas tardes, amigos.
            Me contestan sonrientes y me invitan a cenar. Me da la sensación de que uno de ellos no tiene muchas luces. Corta leña y ríe con la risa de los incautos. El otro compañero es de buenas composturas.
            --¿Hace un pitillo?
            Me lo aceptan. El que parece tener más luces me señala la tartera.
            --Son migas. Algo hay que echar al coleto.
            --Ya lo creo.  Me encantan.
            Hacemos un mutis mientras contemplo un humo azul. El otro hombre sigue haciendo leña.
            --Buscamos caracoles, los vendemos y vamos tirando como podemos. Es importante tener un techo donde cobijarse. El relente no va bien para mi artrosis. Yo le tengo dicho a éste: si un día vemos malas caras de los vecinos, carretera. La vida hay que tomarla como viene.
            A las acacias acuden las cardelinas y alborotan hasta encontrar acomodo. El compañero que hace leña se acerca y me muestra sus manos encallecidas,. Me intenta decir algo que no entiendo. Afirmo con la cabeza, sonríe y se marcha. Toma un cubo y se acerca por agua hasta un brazal.
            --¿Qué, mucho tiempo juntos?
            --Sólo desde hace unos meses. Ambos dormíamos en los mismos pajares y salas de espera. Me hace mucha compañía. Su nombre es Francisco. Yo me llamo Vicente, para servirle.
            --Gracias.
            Ya no hay quien le detenga.  Escucho complacido.
            --Vicente Calahorra Andújar. En otro tiempo comandante en la XI División, a las órdenes de Líster. En Monrepós me dejé la piel a tiras haciendo túneles. Había más de trescientas curvas en aquella maldita carretera...Trescientas tres, para ser exacto. Por las noches no podía conciliar el sueño. Tenía las detonaciones de los barrenos en el fondo de los oídos. Otros corrieron peor suerte.
            --Lo siento.
            --No se preocupe. Ya pasó. Hace poco, unas monjas de Santa María de Huerta me ofrecieron un trabajo de hortelano. No acepté. Prefiero ir a mi aire, sin paternalismos ni adoctrinamientos. Francisco y yo somos demócratas. Entre nosotros hay consenso para todo. Nuestra bandera es el cielo azul y nuestro escudo, las estrellas. Francisco es toda mi familia.  No tengo otra, aunque sí la tuve.
            Al llegar a este punto, Vicente se ha puesto muy serio. No me atrevo a preguntar.
Un rebaño camina para recogerse. El pastor, de mediana edad, se adivina entre la polvareda. Al fin me decido y le pregunto a Vicente:
 --¿Dice que no le queda nadie?
            --Que yo sepa, no. Me casé en el 35 con una moza de Segovia. Fuimos felices hasta el verano siguiente, que marché al frente de Aragón. Aquel año nació mi hija Raquel. Era la muchacha más linda del mundo. Cuando me concedieron la libertad, en el año 1947, me enteré por un conocido que madre e hija vivían en Zaragoza. Fui allí para encontrarme con ellas. Raquel ya era una mocita. Busqué trabajo como guarda nocturno en una factoría de Valdefierro. Fueron los años más felices de mi vida. Raquel enfermó de tuberculosis y murió en el Cascajo. Su madre se volvió del revés y un día, por noviembre, me dijo que iba a llevar flores al cementerio de Torrero. Allí, junto a la tumba de Raquel, puso fin a su vida bebiéndose una botella de lejía.
            Francisco, sentado junto a Vicente, sonríe al tiempo que aspa con los brazos para espantar a una avispa.
            Casi se ha hecho de noche. Me despido de ellos y me marcho de regreso al pueblo. Pasado el puente de tablas, las campanas de la iglesia anuncian a los cuatro vientos la hora del rosario. Sobre mi cabeza, la luna me mira fijamente como si no me conociera. Me cruzo con varios zagales. Uno de ellos le comenta a sus pícaros amigos que en el cuartel hay unos locos muy peligrosos, que por las noches se visten de fantasmas con unas sábanas muy blancas y que asustan a las chicas.
            Sigo caminando. Tengo ganas de llegar a casa, quitarme los polvorientos zapatos y abrir una botella de cerveza. Le contaré a mi familia que la amistad se encuentra al final del camino. Seguro que no entenderán nada.  Bueno…, ¡y qué!

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