lunes, 22 de agosto de 2016

Mi Sevilla, ¡ni tocarla!





Derramar pintura sobre las estatuas, además de constituir un acto vandálico, se me antoja como un acto cobarde. Se suele practicar cuando los maleducados suponen que no les está viendo nadie, normalmente por la noche. Por eso, como digo, es un acto pusilánime. Jamás se les ocurriría a esos raqueros de la peor estofa lanzar la pintura sobre un ciudadano vivo. Para tal menestar es necesario colgar dentro de su  escroto lo que asoman tanto el caballo de Espartero en El Espolón de Logroño, como cuatro leones del Puente de Piedra de Zaragoza. Los bustos, como los bancos,  las farolas,  los árboles de las glorietas o las papeleras, forman parte del mobiliario urbano y deben ser respetados en su integridad. Su reposición cuesta dinero al contribuyente. Leo que  en la ciudad de Sevilla destinan 15.000 euros anuales (al menos esa cantidad  se destinó en 2015) a la conservación de esas efigies y que el monumento al  vendedor de prensa es el que más veces ha sido dañado, situado entre las calles Lumbreras, Mendigorría y Torneo. Otros actos vandálicos lo constituyen las pintadas sobre fachadas y paredes, así como esas firmas raras hechas por aquellos lerdos que, debido a su insolvencia manifiesta, nunca en su vida tendrán poderes para estampillar con su rúbrica un documento de interés. Al monumento al vendedor de prensa le siguen, por orden estadístico, las pintadas a fray Bartolomé de las Casas,  al general San Martín y a la duquesa de Alba. La última pintada se ha derramado encima de la estatua de Curro Romero, situada  en uno de los laterales de la plaza de toros de La Maestranza. Ya lleva dos ataques. En Sevilla no se salvan de las agresiones de los indoctos ni las columnas de la Alameda de Hércules. Juan Espadas, como alcalde y máster por la Universidad Carlos III en Política y Gestión Medioambiental, debería poner más vigilancia en las calles y castigar con severas multas a los responsables. Una ciudad como Sevilla, preciosa en su conjunto, con su luz, sus jacarandas, sus naranjos amargos y sus vencejos acharolados y limpios,  merece causar buena impresión a los sevillanos y a los turistas que la visitan. Conque ya saben: ¡Mi Sevilla, ni tocarla!

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