sábado, 10 de septiembre de 2016

Leer sin abrir un libro




La radiación de terahercios, la banda de las microondas entre la radiación electromagnética y la luz infrarroja, obra el milagro de que se puedan leer libros cerrados. Ahora comprendo por qué, cuando vas a casa de un hortera iletrado, donde los libros de la estantería hacen juego con el tapizado del tresillo, siempre permanecen igual de lustrosos. Jamás se estropean por el uso, como me sucede a mí con el Casares, al que le doy un gran meneo cuando deseo ir de la idea a la palabra o viceversa. No es necesario que esos libros vírgenes,  que normalmente tratan sobre la salud,  cómo cultivar plantas de jardín, o cómo cocinar con el microondas, además de un Quijote con tapas repujadas en oro y las obras completas de Rafael Pérez y Pérez que, por cierto, fue maestro en La Muela, sean leídos. Leer cansa y estropea la vista. El sistema descubierto por investigadores del Massachusetts Institute of Tecnología permite explotar los beneficios de que entre las páginas de un libro quedan atrapadas diminutas bolsas de aire sólo unos 20 micrómetros de profundidad. En mi niñez, mientras me entusiasmaba leyendo el TBO y “los grandes inventos del doctor Franz de Copenhague, daba por supuesto que el año dos mil y pico aparecerían inventos increíbles. Pero nunca imaginé que el ser humano pudiese llegar a leer libros sin necesidad de abrirlos. Los libros son como los melones, hay que abrirlos para saber si tienen sustancia. Día llegará el más difícil todavía, o sea, cuando no sea necesario tener que aprender a saber leer para comprender qué cuentan los libros, aunque estén escritos en chino o en  ruso. Sobrarán aquellos maestros de escuela que tanta paciencia debieron de tener para enseñarnos a leer, la tabla de multiplicar, los ríos de España, la batalla de Lepanto y hasta saber calcular el volumen del hexaedro, ese sólido de seis caras, como Albert Rivera, el político concebido en el laboratorio del Ibex 35 que cada diez minutos declara a la prensa algo diferente a lo que dijo en un principio. En fin, como dijo Alfonso VI y yo le rectifiqué ayer al general Chicharro: “Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras”. Pero todo se le debe perdonar a un general de Infantería de Marina, que tiene capacidad de poder caminar sobre las aguas de los procelosos océanos y saltar sobre las crestas de las olas a bayoneta calada.

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