miércoles, 28 de diciembre de 2016

Elogio del bilbaíno Café Iruña





Las pocas veces que brindo con cava lo hago con mi copa de siempre, la copa transparente, de cristal fino y tallada. La llamada copa Pompadour, al estilo de las que se usaron en Versalles en el siglo XVIII. Los entendidos decían que no tenía interés enológico, pero a mí me da igual lo que digan los expertos, el día en el que se decidieron por la copa flauta, larga y estrecha. Tuve media docena, pero todas se rompieron en el lavaplatos. Y ahora, los que más saben en cuestiones de cavas apuestan por otra copa, la llamada tulipa, estrecha pero que se ensancha en la base. Mañana, seguro que dirán otra cosa distinta. Las modas cambian, no siempre para bien. Si les digo la verdad, lo importante es que el vino espumoso sea de buena calidad, que se sirva ente cinco y ocho grados y que no se llene nunca la copa. Lo demás es accesorio. Ion Urrestarazu cuenta que “hacia 1959, unos vascos —tal vez bilbaínos—, que frecuentaban la Cervecería Madrid de Valencia, repetían con demasiada constancia la broma del ‘Agua de Bilbao’. El propietario, Constante Gil, harto de la actitud de éstos, decidió ofrecerles un cóctel novedoso. Los clientes accedieron a probarlo y, desde entonces, cada vez que volvieron al local, siempre pidieron: ‘Agua de Valencia’. Pero el ‘Agua de Bilbao’ era otra cosa. Según Julián Zugazagoitia, --periodista político socialista fusilado por Franco en 1940-- el origen es otro. En su novela El Botín (1929), en el capítulo quinto titulado Elegía del chacolí, se recoge el siguiente texto:

“Pedí, después de una comida suculenta, agua de Bilbao —refiere a sus amigos D. José de Zabalegui y Corogosti, antiguo mercero en una rúa sucia y oscura de las siete calles. Los que le escuchan no han sido nunca más. Acaso menos. Esperan una anécdota graciosa y sonríen. “¿Agua de Bilbao, señor?”, preguntó el camarero. “Sí, agua de Bilbao”. Volvió después de parlotear con el del mostrador. “No tenemos, señor”. “¿Cómo?” “¿No tienen agua de Bilbao?” “Tiene el señor de Vichy, Mondariz, Solares…” “No, nada de aguas para enfermos; agua, pero de Bilbao. ¿Qué hotel es éste que no tiene agua de Bilbao?”. “Permítame, volveré a preguntar”. Luisa se reía, yo me reía. Vino el camarero con el metre. D. José de Zabalegui y Corogoisti dice metre (maitre) y sampán (champagne) y cuntró (cointreau); y preguntó: “¿Agua de Bilbao? Sí, señor; tenemos. ¿Qué marca desea?”. No sabía, no sabía; pero no podía negarme a decir la marca. “¿Marca, marca? Ponga Pommeri”. Y añadía para enseñanza de aquel palurdo: “Ya sabes, mozo, agua de Bilbao es… sampán”. “Bien, señor”. Se fueron avergonzados, sin atreverse a sonreír. Luisa se reía. Don José de Zabalegui y Corogosti y sus amigos reían desaforadamente la torpeza del camarero. “¡Pero si eso lo saben hasta en León!”, se admiró uno. Y siguieron, sin dejar de reír, tascando sus tabacos desmedidos y paladeando, con ruido, las dobles de Napoleón”.

En 2013, en el bilbaíno Café Iruña, situado en la confluencia de las calles Berastegui y Colón de Larreátegui, frente a los Jardines de Albia, con motivo de su centenario aparecieron unas botellas de cava etiquetada con el nombre de “Agua de Bilbao”, elaboradas por Bodegas Alsina & Sardá. Se embotellaron 6.000 unidades de cava brut, cuya etiqueta era un diseño de K-Toño Frade (Juan Antonio Frade Prieto, dibujante fallecido en 1992). Aquel café lo había inaugurado el 7 de julio de 1903 el navarro Severo Unzue Donamaria. Fue frecuentado por Baroja, Unamuno e Indalecio Prieto y declarado Monumento singular en 1980. También obtuvo el Premio Especial al Mejor Café de España 2000, por la "Café Crème Guide to the Cafés of Europe”, editada en Londres bajo la supervisión de Roy Ackerman.

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