martes, 28 de febrero de 2017

Noche de desvelos





Una noche de canícula Miguelito Laredo, alias Camagüey, regresaba desde Zaragoza en el ómnibus Arcos. Como era su pernicioso hábito, anduvo para atrás dentro de los vagones hasta dar con el balconcillo de cola. Allí esperó en plena oscuridad a que don Secundino Cojoncio Sánchez, alias Fosglutén, que ejercía de factor de noche de forma provisional, diera la salida al convoy. Cuando estuvo próximo a aquellas señoras oprimidas hasta el agobio en el único banco del andén, Miguelito Laredo, alias Camagüey, se tiró en marcha con indumentaria de malandrín y el regocijo del cuatrero al alcanzar la última frontera. Al cronista le viene ahora a la memoria una disertación del presidente Roosevelt donde también platicaba sobre la última frontera, en clara referencia a la Gran Depresión del 29. Eso de las asociaciones de ideas embotan el ritmo del relato, pero el cronista vive de contar lo que sucede, aunque no cobre por ello. Don Secundino, alias Fosglutén, doblaba turno y hacía funciones de factor de noche al haberse indispuesto el titular comiendo caracoles de cementerio. Y como un resorte salió tras Miguelito Laredo, alias Camagüey, banderín en mano dispuesto a romperle la crisma, con la mala fortuna de terminar hocicando en una señal de enclavamiento. Se le quebró el peroné. Las comadres, entre la modorra de las calores, el estupor y las disonantes carcajadas, pidieron a un zagal que trepaba por las acacias escudriñando nidos de jilgueros que partiese veloz en busca de Atilano Pimentel. Dieron por hecho que lo encontraría sentado en la plaza, o tomando un refresco en el Café Suspiros de España. Al cronista le consta que aquellas chismosas comadres no precisaban disponer de localizador GPS para ubicar a cada vecino en cada instante. Tampoco se había inventado. Pero el arrapiezo hizo oídos sordos a las peticiones de las alcahuetas. Don Secundino Cojoncio Sánchez, alias Fosglutén, había aterrizado como un sapo y se eternizaba demolido en el suelo cerca del balasto de las vías. Berreaba como si se hubiese atrapado la minga con la portezuela de una camioneta. --¡Ay mi pierna!”, “¡ay mi perna!”--. Al escuchar bulla se acercaron hasta el magullado ferroviario la pareja de guardias civiles que hasta entonces estaba apoyada en la lampistería observando el fulgor de un gusano de luz. No les quedaba otra que tantear el modo de poner remedio a tan grotesco espectáculo. Los guardias civiles especularon sobre cómo deberían aplicarle  un torniquete de Petit, pero ninguno de los que ya formaban corrillo supiese de qué se trataba el remiendo. Con la ayuda del farol de maniobras pudieron comprobar ausencia de sangre.  Ante tal evidencia, los guardias civiles desecharon el milagroso remedio torero que les habían enseñado cuando pasaron por la academia de Valdemoro. El guardagujas, que echó a correr en busca de ayuda, ya regresaba desde el pueblo dando comparsa a Atilano Pimentel. Las correveidiles estiraban la cerviz desde el asiento sin alzar los panderos y se aventaban con los pericos de forma compulsiva entre jadeos de calor, una rara excitación y los trenzados rasantes de los murciélagos orejudos en su caza de insectos. Atilano Pimentel, tanteaba a ciegas un suelo preñado de abrojos en la cerrazón de la noche. Localizó unas tablillas de la misma medida de un tabal de sardinas en salazón y encofró con aseo la zanca de don Secundino, alias Fosglutén, alumbrado por la lucerna, que el guardagujas ya había cambiado para tal menester la posición de luz verde sobre la llama de la mecha por la posición del cristal incoloro. Los guardias civiles, una vez que comprobaron la solución del incidente,  bromearon con Miguelito Laredo, alias Camagüey, que portaba aquella noche al cinto un revólver detonador “Jeyper”, marca creada por el empresario de los “Juegos Reunidos” en los tiempos de la puericia del cronista, ignorante entonces, y también ahora, de si se trataría del industrial valenciano Antonio Pérez Sánchez, que además de arruinarse en 1986 engendró el muñeco articulado Jeyperman, o de alguno de sus parientes pobres.

Bajo un sol abrasante





--Creo, Cedrés, que se ha jodido la marrana--, le indicó a éste el cura sin nombre muy circunspecto mientras le daba vueltas a la rueda del ciclomotor, que ahora era la rueda de la peana y que estaba alzada sobre unas piedras. --¿No oye usted cómo rasca?--. Pedro Cedrés afinando la oreja tenía cara de malo. A los malos se les nota siempre, de cerca y de lejos. --Pues, si le digo la verdad, no oigo nada raro--. Pedro Cedrés volvió a rascarse la cabeza, que era lo que siempre hacía cuando algo no se amoldaba a su discernimiento. Miraba al cura sin nombre con aspecto de pasmado. La pareja guardias civiles habían buscado una pequeña sombra en un talud que amenazaba con desprenderse y los fusiles los habían apoyado sobre una anciana acacia con filodios punzantes. Tras dudar unos instantes, Pedro Cedrés le espetó a bote pronto: --Don Fulano --como se llamase el cura--, la marrana es el cigüeñal de la azaña, que a la noria también le dicen azaña--. La palabra “azaña” estaba prohibida en España. También lo estaba en un pueblo de Toledo al que Franco le había cambiado su nombre por el de Numancia de la Sagra.  Ahora no recuerda muy bien el cronista cómo sucedió aquel diálogo de besugos, que aquello era lo más parecido a un diálogo de besugos. El cura sin nombre no hizo caso a Pedro Cedrés, menos aún después de haber nombrado esa palabra maldita. Volvió a hacer voltear la rueda, notando cómo el zumbido se iba desvaneciendo casi por completo. --Este santo es muy milagroso--, señaló el cura. El cronista se quedó con el deseo de saber de qué santo se trataba. Quizás  san Epipodio, de origen griego, que significa el que tiene los pies encima. Aquel santico menudo, de mirada somarda y aires de flor de té, tenía ambos quesos sobre el suelo de la basa. El lionés Epipodio, junto a san Alejandro, marcharon al martirio con entusiasmo y acendrado masoquismo. Más tarde la Iglesia los ensalzó a los altares y los veneraba cada 22 de abril y cada 25 de febrero, respectivamente. El santico chico, pálido y con bosquejos de pajillero, es posible que también fuese embaucador y hasta pudiera ser que se convirtiese en el intermediario celestial para que a César González-Ruano le concedieran el “Mariano de Cavia” en 1932, por su artículo “Señora, ¿se le ha perdido a usted un niño?”, el 12 de abril de aquel año, coincidiendo con el banquete que le ofrecían Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández-Flórez, Guillermo Luca de Tena y Manuel Aznar en el Restaurante Tournier, en la madrileña calle Mayor, que uno ya no sabe…

lunes, 27 de febrero de 2017

Casa Procopio, atención al cliente





El cura sin nombre, el cronista no recuerda su nombre, obligó a la única casa de comidas que existía en aquel pueblo a poner un cartel que dijera “Hoy es día de cuaresma”, todos los viernes siguientes al Miércoles de Ceniza y hasta pasada la Semana Santa. Pero el dueño del establecimiento, Procopio Galerón, alias Cruschev, que fue soldado raso en la División Azul, no estuvo nunca de acuerdo con esa orientación a los comensales, generalmente camioneros que hacían un alto en sus rutas, aprovechaban para surtirse de gas-oil por Belfast, o sea,  Perico Durango,   y también viajantes en comercio cansados de caminar con su muestrario dentro de en un maletín y que cada quincena hacían hora en el banco del andén hasta la llegada del correo mixto de Madrid-Valladolid, que se partía en Ariza. Unos viajeros iban camino de Santa María de Huerta, y otros, de Coscurita. Los vagones de Valladolid eran los tres de cola. Al cura sin nombre le gustaba poner avisos, que eran como bandos sugerentes emitidos por los funcionarios del Cielo, celosos en preservar la moral y las buenas costumbres en su feligresía. Aquel cura sin nombre fue muy criticado por la vecindad cuando en cierta ocasión envió a dos monaguillos de jornada para que colocasen un aviso en la puerta del cine, advirtiendo a aquellos que pasasen por taquilla que la película que se proyectaba, “Las noches de Cabiria”, era pecaminosa por su alto contenido inmoral. La protagonista era una meretriz. Pero aquella tarde se llenó la sala de proyección y el cura se vio obligado a tener que amonestar a los feligreses en una posterior homilía durante la misa del domingo, aclarando a los presentes en la iglesia que la advertencia de que no de debería ver esa película le había llegado mediante un oficio de monseñor Manuel Hurtado y García, obispo de Tarazona, y que él desconocía el argumento. Procopio Galerón vio la película de Fellini, le pareció encantadora Giulietta Masina. El  personaje de Cabiria le hizo soltar una lágrima gorda en su butaca de madera cuando un tipo sin escrúpulos se aprovechó de ella y le quitó sus ahorros. Procopio Galerón no tuvo en cuenta el recordatorio del cura, cuyo nombre no recuerda el cronista, y siguió ofreciendo los menús acostumbrados. A nadie se le impedía poder pedir en lo que entonces se llamaba  menú turístico carne o pescado, garbanzos de vigilia o macarrones al gratén, fruta del tiempo y delicias de manzana con crema franchipán; que, dicho sea de paso, fue creada en la Casa Otaegui de San Sebastián, entonces gobernada por Emilia Malcorra a principios del siglo XX. Porque la casa de comidas de Procopio Galerón, Casa Procopio, también disponía de carta, de servicio de barra y de juego de la rana, que siempre fue labor de puntería, destreza y pulso.

Aquel no era año jubilar





El cura, cuyo nombre desconoce este cronista, le aclaró a  Pedro Cedrés que había basílicas mayores y basílicas menores. Que las basílicas mayores se distinguían por poseer un altar papal y una sede reservada para el Romano Pontífice, además de una puerta santa que se abría a los peregrinos en los años jubilares. Pedro Cedrés se rascaba la cabeza como si no entendiese nada. Se atrevió a señalarle al cura que tales cosas sólo pasaban en Santiago de Compostela, donde estaba el auténtico botafumeiro, el que trataban de copiar Higinio Gavilán y él para prestigio de la parroquia. Pero el cura sin nombre, muy avispado e intuyendo adonde pretendía llegar Pedro Cedrés con tanta pregunta,  y consciente de que la iglesia parroquial de aquel pueblón nunca podría obtener el título pontificio de basílica ni mayor ni menor, se adelantó a aclararle a Pedro Cedrés que, excepto la de Santa María de los Ángeles, en Asís, las basílicas mayores se hallaban todas en Roma, pero que ninguna de ellas era equiparable a una catedral. Cedrés, a partir de aquel momento, ya no entendió nada. --Entonces, padre, ¿lo del Pilar y el Valle de los Caídos…?--.  El cura fue rotundo: -- ¡No sé..., la verdad es que no lo sé!--. Calle abajo regresaban presurosos y alzando considerable tolvanera los monaguillos de jornada, o de retén, con la aceitera que les había sido facilitada por Áurea Castrejón Brindis. Desde el balcón de su casa, Áurea Castrejón Brindis advertía cómo evacuaban sus orines los hombres junto al parapeto encalado. Evaluó con pequeña desviación las correspondientes tallas de sus ciruelos, que proyectaban en la tapia una sombra afín a la que ejerce la púa sobre el careto del reloj de sol. Higinio Gavilán también fabricaba por entonces unos condones seguros y de mucho rendimiento a partir de tripas de cordero. Se los dejaba muy económicos a Belfast, o sea, a Perico Durango, en agradecimiento al suministro de los bidones de gas-oil. El pirotécnico Higinio Gavilán era un buen tipo, siempre ávido por agradar a sus aliados.

domingo, 26 de febrero de 2017

Perico Durango, alias Belfast








Las pudorosas mujeres, conscientes de que el recato era el colorido de la virtud, se ajustaron las peinetas con delicadeza como si les esperase una calesa para llevarlas a los toros. Áurea Castrejón Brindis alargó el pescuezo desde el balcón por ver en qué quedaba aquel sindiós. Los hombres proseguían humeando ideales apoyados en la encalada tapia. Miguelito Laredo, alias Camagüey, daba los últimos arrimos a un calderillo de sangría hecho a base de vino tinto peleón, canela, azúcar y tropezones de cáscara de limón. Los hombres aguantaron ansiosos a que Miguelito Laredo, alias Camagüey, recibiese órdenes de Áurea Castrejón Brindis para que se diese de trincar al sediento, que era importante acto de cariño al prójimo. Todos miraban hacia el balcón corrido, silentes, con pundonor y buena disciplina, conscientes de que en la muchedumbre de opiniones se achataba el juicio. --Aceite, padre, a las ruedas habría que echarle un poco de aceite--, sentenció Pedro Cedrés al cura cuyo nombre desconoce el cronista, para que la procesión pudiera proseguir su curso acostumbrado. El cura sin nombre ordenó el envío de dos monaguillos de jornada, o de racionamiento, o de retén, hasta la casa de Áurea Castrejón Brindis, la más cercana al barranco, para que la doña les hiciese la merced de prestarles la aceitera de su máquina de coser Singer. Los monaguillos de jornada, o de racionamiento, o de retén,  revestidos de sotana roja y roquete blanco, echaron a correr hacia la tapia encalada. De un cerro cercano salió con furia la onda expansiva de una bomba real lanzada hacia una nube amenazante por Higinio Gavilán, que trataba de evitar que pudiera formarse el pedrisco que devora las cosechas. Tanto los cofrades que permanecían en la hoya acompañando el soporte con el santo, como los hombres sentados junto a la tapia, o Áurea Castrejón Brindis apoyada en la barandilla del balcón, sufrieron una especie de parálisis. Los lugareños decían paralís, que es una forma de paralización en seco de la motricidad del léxico que, aunque no la contempla el Diccionario de la RAE, al entender del cronista enriquece el vocabulario popular, que es de lo que se trata a la hora de entendernos. Todos quedaron aturdidos por la deflagración, que a escape retumbó seca sobre el barranco. Era un ruido diferente al que hacían los niños con los petardos y los mixtos. Higinio Gavilán era uno de esos tipos que se las sabía todas, capaz de poner lazos a los conejos, fabricar horchata de chufa, hacer esencias para perfumerías y producir licores. El anís le salía a las mil maravillas. Extraía el fruto seco del anís verde y lo dejaba macerando durante todo un día en cantidad suficiente de agua, que mantenía tibia en un aparato refrescador, para evitar que pudiera obstruirse el serpentín. Ya refinado, se lo vendía a doña Elvira para el Café Suspiros de España. Otra parte de su producción iba a casa de Áurea Castrejón Brindis, que adquiría una garrafa tras otra para obsequiar a sus invitados. El cura sin nombre se relamía con aquel ojén. También Pedro Cedrés. A los monaguillos de jornada se lo rebajaban con agua hasta conseguir una blanca palomita sevillana. Higinio Gavilán era habilidoso en todo lo que se proponía. Auxiliaba a Pedro Cedrés en la obra faraónica del botafumeiro, todavía en boceto, que por aquellos días llevaba camino de durar más tiempo que las obras de El Escorial. Las chapas necesarias para su fabricación las obtenían recortando y aplanando bidones de gas-oil que le facilitaba Belfast; o sea, Perico Durango, el hippy de la gasolinera, refractario a los valores del american way of life  y que hacía el amor y no la guerra en la trasera de su taller con la primera turista que se dejase. Allí guardaba el compresor, las cubiertas de repuesto y las latas de aceite. Belfast, o Perico Durango, que por ambos modos se le conocía en el pueblo, llevaba tatuada una flor en el culo, escuchaba el “Rock around the clock”, de Bill Haley, el “Me and Bobby Mc Gee”, de Janis Joplin, y se sacaba cuarenta duros por bidón vacío. Higinio Gavilán sabía que el famoso biscúter estaba fabricado con la chapa de dos envases de doscientos litros. El cronista entiende que Higinio Gavilán tomó esas referencias para el futuro botafumeiro a la hora de considerar las debidas proporciones. --Yo digo: tú recuperaste el cetro de tu herencia, el monte de Sión, lugar de tu morada, y tú me respondes: obí, obá, etcétera, con buena entonación, ajustándote al cuerpo el chaleco de moaré, el corbatín al cuello, manteniendo el peinado a raya y sin que se te subleve la misericordia.

El error, manantial de constante zozobra





La bella Luzmari, que se había llevado a la procesión un librito de versos en forma de Kempis con ilustraciones de Valeriano Domínguez Bastida, intentó aprenderse de memoria, moviendo levemente la comisura de los labios la Rima XXXVIII,  que empezaba con aquello de: “Los suspiros son aire y van al aire,/ las lágrimas son agua y van al mar…”. Luzmari, muy prudente, se situó a un lado del barranco para no estorbar en las tareas de hinchar de nuevo la rueda de la peana ni a las comadres en sus ponderadas jaculatorias. Procuraba absorber en su cabeza la vasta complejidad de unas inefables locuciones que se disfrazaban muchas veces con la alegoría. También, para alejar de ella la mirada concupiscente del sátiro Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y comerciante al por menor, que mataba dos pájaros de un tiro. A un mismo tiempo le daba caña al bombín y fijaba su vista sobre los ligueros y los muslos de las señoras cofrades que estaban cerca, cada vez que se tumbaba tripas arriba  para comprobar si estaban tensados los radios en la llanta. Pedro Cedrés gastaba hechuras de semental, sin detrimento de otras virtudes. Era un apasionado lector de literatura pía, como la Hoja parroquial, o El libro de oro, de Juan de la Presa. Recuerda el cronista que Pedro Cedrés estaba metido de lleno por aquellos días con la lectura de Vibraciones de mi alma,  ayudaba desinteresadamente en la catequesis los domingos por la tarde, hacía esmerados bocetos de su futuro botafumeiro, rotulaba con su fina caligrafía cajas de bragas, sujetadores y calzoncillos de la mercería de Luzmari, y encajaba cursis ramitas de tomillo en el ojal de la solapa de su americana. Esto último no era una virtud como para lanzar cohetería. Lástima que poseyese aquel hálito de voyeur, que le quitaba brillantez a sus esclarecidas virtudes. Era  capaz de meter la cabeza en un horno de pan y mantenía su apego a las promiscuidades con el onanismo de amplio espectro. Naturalmente, todo se arreglaba mediante el posterior descargo de conciencia en la confesión. Pero, cuando Pedro Cedrés salía de la iglesia con las bendiciones puestas, pronto tornaba a las andadas, su inclinación natural, como si dejara atrás la tintorería, tomara fuelle y volviera por sus fueros para  volverse a ensuciar, a sabiendas de que el error es un manantial de constante zozobra y de que los enemigos del alma son tres, el demonio, el mundo y la carne, por este orden. Pedro Cedrés, a criterio de este  cronista fue un intelectual de secano. Tomó conciencia de que la inopia conllevaba pareja el mejor motivo de medro para los ambiciosos en este mundo de abrojos, sabedor de que, cuanto menos se conoce, más se cree; y de que, cuanto menos se comprende, más se admira. El cura, cuyo nombre desconoce el cronista, también se percató de ello desde que lo aprendiese en el seminario. Explotó la mina a cielo abierto en lo más profundo de la sutura del barranco, entre tomillos, aliagas, alacranes, y lagartijas de rabo cortado. La calle era la verdadera casa de todos.

sábado, 25 de febrero de 2017

Se rompió el racor de tanto usarlo




Madre e hija regresaron al pueblo con esplín de mala luna. Tampoco les ayudó mucho el santico de mierda, cuyo nombre no recuerda el cronista. Tal vez fuese san Veremundo, o san Filemón, que ambos caben en las hornacinas de los altares y ante ellos debemos santiguarnos, hacerles novenarios, acudir a vísperas y completas y besar sus reliquias. Aquella falta de ayuda quizás se debiese a que la madre de la niña intérprete, o de la niña del yo-yó, no practicó el culto de dulía con la devoción necesaria, que todos debemos reconocer que padecemos ruina espiritual, que somos de media tijera para lo metafísico, que caminamos a la briba y que tenemos más faltas que un juego de pelota. En aquella procesión frenada en el barranco, ninguno de los presentes sufrió de agorafobia ni de tabardillo. Todos ejercieron de alza puertas, unos orinando en la tapia encalada, otras abanicándose entre lagartijas de rabo cortado aunque con rendibú para lo sagrado. Mas tarde se rompió el racor para soplar la rueda del velomotor y se salió bastante aire, cuando un monaguillo pretendió meterle más presión a la rueda. Lo había ordenado el cura. Algunas beatas encerrizadas, aprovechando el apaño de la nueva avería, dieron otra batida con el cepillo de las limosnas por si se topaban con alguien desparramando el pensamiento. --Yo digo: de la boca del prudente sale la miel, aleluya, la dulzura de la miel está debajo de la lengua, aleluya, panal que destila por sus labios, aleluya, aleluya. Y tú me respondes, obí, obá y todo eso, evitando cualquier atisbo de cachondeo, que ya puedes comprobar cómo anda el patio.-- Para Cristo, el modelo supremo de conducta es el Padre, con su amor infinitamente compasivo y generoso. Los santos son intercesores. Unos, los mártires, entregaron valientemente su vida; otros, los confesores, se prodigaron con una vida de misericordia. Aquel santo, cuyo nombre no recuerda el cronista, el del templete rodante, también habría participado en vida de la santidad de Dios, no cabe duda. Pero dispensarán que ahora este cronista no dé en el cuento con su verdadero nombre y que tampoco lo tenga en la punta de la lengua, como desearía. Lo fácil sería poder desnaturalizar la verdad y expresar por escrito que aquel santo se llamaba san Manasés, o Santimamiñe, que dispone de cuevas rupestres en el monte Ereño, o san Nicetas,  autor del Te Deum laudamus. Pero sería una falta de rigor imperdonable que este cronista no está dispuesto a asumir.

Faralá, tafetanes y pelitriques





A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le deleitaba la cocina mejicana, que había visto comer en las películas sobre  camisas mojadas a uno de los lados de Río Bravo. Ese bodrio que siempre comían los cuatreros que, en su huída, lograban poner los pies Ciudad Juárez sin poder ser atrapados. Áurea Castrejón Brindis le preparaba a Miguelito desayunos a base de huevos rancheros con tortitas de maíz y salsa de tomate con ajo y chiles colorados. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le gustaban las comidas muy picantes. Este cronista sabe ahora, cincuenta años después, que los insectos están detrás del picante de los chiles. Por aquellos años no lo sabía. Una sustancia que segregan los chiles les defienden de un hongo microscópico que puede penetrar en su piel a través de los rasguños que causan los hemípteros. También, destruir sus semillas. A todos los guisos le echaba cayena y una pizca de tabasco a falta de chile mulato, chile ancho, chile chipotle, todos ellos necesarios para acompañar al cacahuete, la piña, el plátano, la canela, la almendra y el chocolate; un chocolate muy caliente que los mejicanos se llevan al cementerio. Los difuntos no pueden comer con los vivos, pero se beben el vapor que sale de la tartera, como hacían los de Oxaca el Día de los Muertos, que para los mejicanos es una fecha señalada, tan marcada como la Navidad, o puede que más aún. La cayena y el chile no deben servir para restregar con ellos el ano  de Alicia ni de nadie, ni siquiera para hacer untos sobre las almorranas. Sólo bastaba con el uso de las ramas de zumaque. La madre cofrade, cuya hija sacaba el yo-yó y hacía globos con la goma de mascar, la llevó un día a Madrid  con objeto de que pudiera participar en un casting de estrellas. La enguirnaldó con un vestido con faralá, tafetanes y pelitriques, además de unos zapatitos de tacón con gomitas en el empeine a lo Juanita Reina, después de haberse hartado de ensayar todas las tardes en casa de la mercera Luzmari, que tenía piano. Porque la niña del yo-yó apuntaba maneras a capella, a la guitarra y a instrumento de teclado, arrancándose por peteneras, soleares, carceleras y rondeñas. Los encargados del casting madrileño le propusieron a la chiquilla que cantase lo que le viniese en gana, siempre que la tonadilla tuviese alegría. La niña lo consultó con su madre. Le habló algo al oído. Más tarde comenzó a cantar con desparpajo. Pero cuando llegó a la estrofa, “se murió Carmen Amaya y toda España lloró”, los tipos del casting razonaron que tales cantilenas no las tenía que entonar una niña, que daba cierta agonía verla modular con aquella zangarriana. No pasó el filtro de los elegidos.

No hay novena sin octava





La calle se siguió llamando Tales de Mileto.  El alcalde ya había hecho desaparecer el rótulo anterior, dedicado a José Calvo Sotelo, al que los fascistas llamaban Protomártir. Pero el cura entendía que protomártir sólo lo fue san Esteban, que la Iglesia celebraba cada 26 de diciembre. Las manolas, muy disciplinadas, permanecían sedentarias y en formación, en fondo de tres y sin salirse del rebaño, cerca del cura sin nombre y de un santo enteco, con aire de perder aceite y con la mirada plácida. Se ha de omitir por desconocimiento nombre y supuestos portentos, aunque el cronista sea consciente de que no existe santo sin milagro ni novena sin octava. El cura retomó la lectura. Unas piadosas cofrades con escapulario sobre pecho y espalda atendían con atención.
--Tracto, escucha cielo, y hablaré, y oiga la tierra las palabras de mi boca, sean esperadas como la lluvia y desciendan como el rocío, como la lluvia menuda sobre la grama y como nieve sobre el heno, porque invocaré el nombre del Señor.-- Entre vahos pestilentes a chotuno, esa fetidez nauseabunda de algunas cofrades que jamás se lavaron sus partes pudendas en evitación de pillar catarros, algunas manolas orinaron de pie, abriéndose de piernas sobre los alacranes y sobre las lagartijas sin rabo que huían veloces a cobijarse bajo los pedruscos.
--Deja a la abuela que se alivie, que son muchas horas de procesión--, apuntó una manola a su hija pequeña con naturalidad y una pizca de desdén. La niña, de aspecto travieso, sacó un yo-yó de uno de los bolsillos de su falda y se puso a jugar mientras hacía globos y ruidos de lo más desagradable con la rosaza goma de mascar.
 --¡Oye, niña, deberías mostrar un poquito de respeto!--, le espetó una manola con muy malos modales instantes antes de situar su mirada sobre las facciones del santo. A aquella manola le ponía cachonda el santo. También, el cura en el confesionario. Cuando le trasladaba sus íntimos secretos implorando perdón, el cura, que siempre consolaba el dolor ajeno,  le recetaba de penitencia tres rosarios y una limosna para el santo, que era muy milagrero, aunque nunca supiese el cronista su nombre. Tal vez fuera uno de los Siete Santos Fundadores de los Servitas: Alejo, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Logoringo y Ugocio.  Todos ellos fueron individuos de esclarecidas virtudes y de la Orden Tercera fundada por san Felipe Benicio, a los que cada 17 de febrero la Iglesia les dedicaba la misa de Feria del Tiempo Ordinario.  La manola se llamaba Luzmari y su marido administraba una fábrica de gaseosas de mucho prestigio en la comarca. A Luzmari le gustaba leer a Bécquer y jugar a la canasta con las damas de la parroquia. También con el cura, que siempre les ganaba la partida antes del rosario. Todas ellas llevaban al despacho parroquial la botella de anís Manolete, cuando se terminaba y por riguroso orden, porque al cura sólo le gustaba el anís Manolete y los bizcochos de soletilla de la bilbilitana Confitería Caro, que también servía merengues, almendras garrapiñadas, peladillas, carquiñoles, etcétera, a distintos ambigús y casas de comidas de los pueblos de su alfoz por medio de valijero. Y por aquello de que el río Jalón discurre por Calatayud después de haber unido sus aguas con las del río Jiloca algo más arriba, el cronista desea hacer dos precisiones por si ofreciesen dudas al lector de estos manuscritos: 1) por esas tierras, a los carquiñoles (pasta de harina, huevos y almendra machacada a la que se da diversas formas) les llaman “carquiñones”, palabra que no contempla el Diccionario de la RAE; 2) el cronista se atreve a escribir “ambigús”, plural de ambigú, por tratarse de una voz extranjera, en este caso de procedencia francesa, que sólo forma el plural con “s”; verbigracia: gachís, pirulís, popurrís, champús, menús, vermús, etcétera.

viernes, 24 de febrero de 2017

El arte de Enfermería de Pimentel





La sirvienta del Café Suspiros de España se llamaba Alicia. El practicante Atilano Pimentel le estaba aliviando las molestas hemorroides con varas de zumaque, aunque Atilano Pimentel consideraba que aquellas almorranas también podrían perder fuerza con aplicaciones de carbón de roble molido en la base del ano. Pero, ante ambas alternativas, Alicia se inclinó por las varas de zumaque que le proporcionaba Miguelito Laredo, alias Camagüey. El practicante Atilano Pimentel bajó la persiana en evitación de poder ser observado por fisgones para comprobar los avances con su posología,  Alicia, muy pudibunda, le rogó a  Atilano Pimentel que pasase al otro lado del mostrador, junto a la cámara de las cervezas y la despensita. Alicia se quitó la braga para facilitar las palpaciones en el esfínter anal. Mas tarde, Atilano Pimentel asentó sobre el mostrador unos sifones que estorbaban y hurgó detenidamente con un dedo su conducto excretor, comprobando que ya estaba en condiciones de que se le pudiese dar de alta.  Le preguntó a Alicia si tenía prurito vaginal. Ella le confesó que sí, que lo tenía. Entonces, Atilano Pimentel le trasteó la vulva y le practicó unas oscilaciones en el punto G que la dejaron muy relajada. Atilano Pimentel se sabía de carrerilla el librito Arte de la Enfermería para asistencia teórico-práctica de los pobres enfermos que se acogen a la de los hospitales de la Sagrada Religión. En esas estaban cuando volvieron a aparecer los monaguillos de retén. Encontraron la persiana bajada y dieron unos suaves golpes para que alguien desde adentro la levantase. Apareció en la puerta Atilano Pimentel muy sudoroso y con el nudo de la corbata color de la zanahoria de medio lado. Los monaguillos de retén le insistieron en la urgencia de atender a la manola. A Atilano Pimentel no le quedó otro remedio que acompañarles hasta la rambla. La procesión seguía taponada. La dolorida manola se había sentado en el suelo y se hallaba rodeada de comadres que la abanicaban. La  peineta estaba colgada a modo de percha en la rama de una acacia de tres espinas,  que algunos denominan como falso algarrobo.  Atilano Pimentel le abrió la boca y le dio a tomar una píldora de sabor desagradable envuelta en  una hostia que le había proporcionado el cura sin nombre para, de esa guisa, poder disipar su pésimo emboque. Luego le aplicó un vendaje en el tobillo y no sé qué linimentos grasientos, que eso es lo de menos en aquella historia y no merece la pena ser contado por este cronista al que le sobrepasaban los acontecimientos. Como dijo Voltaire, el secreto para aburrir consiste en contarlo todo. Por lo demás, hay cosas que da grima explicar. Máxime, cuando tales acontecimientos acaecieron en medio de un barranco donde la apatía de los feligreses varones, que adoraban al santo por la peana, también por la hisopadura en los asperges cada vez que al cura sin nombre se le iba la mano, y se marchaban a echar humo,  hacer aguas menores y trincar de la alcarraza con agua fresca al parapeto encalado de la calle Tales de Mileto, bajo el balcón corrido y lleno de geranios de Áurea Castrejón Brindis, mujer de bandera, caliente, sensual e inteligente, siempre deseosa en practicar obras de caridad.

La procesión se desatasca





Una vez arreglada la rueda, el cura se puso al frente de la procesión y  los feligreses tiraron de la peana con fuerza. Fue entonces cuando dijo el cura:
--Profecía undécima, Deuteronomio, 31. En aquellos días escribió Moisés el cántico siguiente, y lo enseñó a los hijos de Israel, y el Señor mandó a Josué, hijo de Num, y le dijo, anímate y ten valor, porque tú introducirás a los hijos de Israel en la tierra que les prometí, y yo estaré contigo. Amén.
Una señora muy fondona vestida de manola se resbaló al pisar una piedra y se torció el tobillo. Comenzó a vociferar de amargura. Dos monaguillos de retén que iban delante del cura, uno alzando la cruz procesional y el otro meneando a ritmo de milonga el incensario, supone el cronista que en un vano intento de prestar ayuda, se acercaron al punto en el que ésta se encontraba. Las lagartijas sin rabo se cubrieron en los boquetes de la tierra y los alacranes se embutieron debajo de los guijarros. El cura, ante semejante bulla, cesó en la lectura del Deuteronomio. Se acercó una pareja de guardias civiles, apartaron a los misarios y reclamaron las asistencias del practicante titular, agnóstico por parte de padre, y que en aquellos momentos se hallaba en la barra del Café Suspiros de España tomando unos chatos de vino de pasto,  un platillo de aceitunas rellenas de anchoa y unos mejillones al vapor. De pasada, le explicaba a una sirvienta de muy buen ver la forma en la que se debía operar un papiloma plantal con adormecimiento in situ. Atilano Pimentel, además de practicante titular, era pedicuro y cirujano menor. La procesión volvió a detenerse. Los hombres marcharon hasta la tapia para fumar otro cigarro de ideales y aflojar las vejigas contra la encalada pared.
--Yo digo, para Víctor Pradera la Iglesia se salvó a sí misma en Trento. Y tú me respondes, obí, obá, cada día yo te quiero más, etcétera, con apoteosis y arrebato, pero sin levantar polvo con la algazara.

jueves, 23 de febrero de 2017

Una flor de azafrán obró el milagro





Sobre Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y vendedor al detall, contaban los que lo sabían que estuvo platónicamente enamorado de doña Elvira. Alguna que otra tarde se acercaba hasta el Café Suspiros de España por atún y ver al duque; o sea, a tomar unas cañas de cerveza y, si se terciaba, para hallar la forma de entrecruzar con doña Elvira una ojeada furtiva, o para ponerle al día sobre los avances en el esquema de su botafumeiro. Uno de aquellos días, Pedro Cedrés le contó a doña Elvira una historia sobre san Valentín y el azafrán. Doña Elvira le escuchó como quien ve llover, es decir, sin prestarle la menor atención.  En el Café Suspiros de España siempre había mucho trabajo y no se podía perder el tiempo atendiendo simplezas sobre braserillos, o sobre incensarios. Doña Elvira no tenía ni idea sobre para qué podía servir un botafumeiro, o un incensario enorme, que las hechuras eran lo de menos. Tal pericote de sacristía le resultaba servil, cansino, fatuo y meapilas. Se contaba que una mañana san Valentín languidecía en prisión y que un carcelero le llevó a su hija Julia para que éste la curase. Valentín le aplicó un ungüento y le pidió que volviese otro día para continuar con el tratamiento. Pasaron varias jornadas y la niña no mejoraba. Valentín, antes de ser ejecutado, le escribió una carta. Cuando el carcelero regresó a su casa fue saludado por su hija enferma. Ella abrió el sobre que le enviaba el ejecutado y descubrió una flor de azafrán en su interior. Al derramarse el polvillo de los pistilos en la palma de su mano la chica recobró la vista. --Yo digo, la generosidad con que David perdonó a Saúl es ejemplo de compasión y misericordia divinas, y tú contestas obí, obá, cada día yo te quiero más, obí, obá, obí obá con humildad, sin desafinar y sin que parezca que estás hecho a manías. Piensa que las palabras de esas harpías de olor bravo, peineta y rosario enredado entre las manos pueden llevar más veneno en su saliva que las culebras que asoman por la grietas del barranco y electricidad estática en los refajos y en la cera de las velas. Cuando las cosas se tuercen es mejor no hacer aspavientos ni pretender dar trallazos a los lagartos de rabo cortado. No trae cuenta--. Pedro Cedrés, ferroviario y tendero, leía por aquellos días el epítome Vibraciones de mi alma, de Pascual Navarro Pérez, un compendio de ripios de consuelo para almas atribuladas, para contenerlas en su deseo de venganza y perdonar las ofensas. Estaba prologado por el catedrático Manuel Sancho Izquierdo y dedicado al cardenal primado Enrique Reig, nihil obstat  de Valentinus Hernández, con una rúbrica, y el imprimatur, de Rigobertus, Archiepiscopus Cesaraugustanus, con rúbrica y sello arzobispal de Rigobertus, o Rigoberto, que es nombre de origen germánico y significa el resplandor del príncipe, con onomástica  el 4 de enero. A san Rigoberto, su ahijado Carlos Martel  le quitó el Arzobispado de Reims y le obligó a retirarse a la Gascuña hasta su fallecimiento. El santo sarasa, cuyo nombre desconoce este cronista, inmovilizado sobre el barranco, tal vez pudiera ser san Rigoberto. Verbigracia, como Rigoberto Doménech, aquel arzobispo que medía poco más del metro de alzada, que vio con buenos ojos la ocupación represora de los sublevados, con Cabanellas a la cabeza, en la Zaragoza de mediados de julio de 1936, y que llegó  a expresar sin empacho que “la violencia no se hace en servicio de la anarquía sino lícitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religión” el  10 de agosto, festividad de san Lorenzo, cuando hisopaba el sanatorio de la Cruz Roja. El cronista entiendía entonces, y entiende ahora, que la violencia nunca era lícita y que los tipos que nunca hacían nada de fuste, pero que hablaban de orden, Patria y Religión en las homilías, solían ser vengativos y se amoldaban por dónde soplaba el viento apegados a la costumbre de sembrar dolor, y que de nada servía meterles una vara de avellano por el ojo del culo por ver de domeñarles los impulsos fascistas.

Mera terapia ocupacional





Miguelito Laredo, alias Camagüey, estuvo en Sevilla y conocía la maña de las pajilleras de Chapina, con y sin cascabeles, y bien hacer de las meretrices de la Alameda de Hércules a la hora de emplearse en ordeñar al feligrés. Áurea Castrejón Brindis tampoco era manca. Solía domeñar a Miguelito Laredo, alias Camagüey, hasta dejarlo abatido sobre el cobertor después de una mansa ceremonia siempre repetida; o sea, de administrarle un vaso de whiskey y de contarle historias de cuando anduvo por Medellín ganándose la vida. Miguelito Laredo, alias Camagüey, prefería que le describiese patrañas de caporales. Áurea, por añadirle complacencia, abría el armario, sacaba una novela de Lafuente Estefanía, se sentaba sobre la cama y comenzaba a leer en voz alta. Al rato, tras un sorbo de agua para calmar el secaño de la lengua, miraba al amansado Miguelito. Éste se quedaba dormido con el revólver bajo la almohada y los fluidos, que ya se habían quedado fríos, sobre su barriga. Áurea Castrejón Brindis le limpiaba dócilmente con una toallita de bidé en la que rezaba “Hotel Méjico, Santander”, que se llevó en la maleta sin darse cuenta al regreso de una corta estancia que hizo por ver a unos primos de Guarnizo. A Melquíades Álvarez lo sacaron de San Antón y le dieron muerte más tarde. Unos milicianos se asombraron de lo poco que pesaba su cuerpo cuando lo tomaron de pies y brazos para echarlo sobre la caja de un camión. Tal fue el ímpetu de aquellas bestias que don Melquíades voló por los aires, cayendo  al suelo al otro lado de la calzada. El cadáver del padre de Áurea Castrejón Brindis no apareció jamás. Áurea Castrejón Brindis conservaba una fotografía suya bastante descolorida en la que conducía por el ramal a una mula. La foto, junto a otras muchas, estaba guardada en una caja metálica de carne de membrillo de Puente Genil.  Miguelito Laredo, alias Camagüey, siempre fue conocedor de que, junto a la caja de fotos, Áurea ocultaba un vibrador a pilas. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le deleitaba que Áurea Castrejón Brindis le procurase restriegues por el espinazo con aquel aparato bruno y garrafal, semejante al miembro viril de un senegalés y que producía el mismo sonido que una maquinilla de rasurar el pelo de la barba. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, también le gustaba vestirse con la ropa interior de Áurea Castrejón Brindis: su braga, su sujetador, sus medias de seda y sus zapatos de tacón. Se colocaba el cinto con el revólver simulado y le pedía a ella que se dispusiese de codos sobre la mesa. Entonces, Miguelito Laredo, alias Camagüey, pinchaba en el giradiscos un microsurco de Los Panchos, se arrimaba a Áurea Castrejón Brindis sigilosamente, la abría de piernas, levantaba su falda, le aplicaba vaselina boricada y la penetraba con el celo de un caballo percherón. Cuando Áurea Castrejón Brindis llegaba al orgasmo, Miguelito le mordísqueaba  el cuello con habilidad para no dejar marcas. Terminado el ritual, bebía a sorbos chicos un vaso de bourbon. El triqui-triqui agotaba considerablemente. Miguelito Laredo, alias Camagüey, estaba falto de cariño y protección. Todo lo que le practicaba a Áurea Castrejón Brindis no era cosa distinta que mera terapia ocupacional.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Untando bizcochos de soletilla




A este cronista le consta que Mola, Sanjurjo y la Trama Civil, ese lobby que tuvo nombres y apellidos y que puso el dinero necesario para iniciar el golpe de Estado, entendieron las claves con maestría de amantes furtivos cuando interpretaban el lenguaje del abanico, el lenguaje de las flores, y descifraban todos los llantos de angustia del hombre, que de todo se dio en la viña del señor antes de que Madrid pasara de corte a cheka y de que Agustín de Foxá, al que Franco le concedió un marquesado sin poseer derecho bastante para favorecer con tales concesiones nobiliarias (sin haber estado presente en el Congreso de Valencia ni en el previo de París para la defensa de la Cultura), vendiera libros con zambra y revuelo en la cacharrería del Ateneo, en el que tipos como Azorín, que se tenía por hombre genial, escribía aquellas chorradas de "Gasto capa con bordados/ a veces llevo gabán/ y miro de arriba abajo/ a la gentuza vulgar". Se paseaba Ramón María del Valle Inclán por la chocolatería de San Ginés con barbas de judío ortodoxo; Monís, catedrático miope y rizoso de Murcia, por la cuesta de Moyano; y  Jiménez de Asúa con El Sol debajo del brazo por la Gran Vía. A Azaña no se le localizaba facilmente porque iba de traje gris, que camuflaba mucho entre el esplín, los cortinones y los tapizados de las sillas, siempre aislado y sentado en una mesa de mármol del último rincón de la Granja El Henar, con el gobierno de la República dentro de su enorme mollera, aunque la República le estuviera matando los glóbulos rojos y le procurara una decoloración suprema, esa palidez que sólo asiste a los confesores penitenciales de las catedrales y a las monjas de clausura que bordan bajo la sombra de las higueras de tan mal auspicio; porque la sombra de la higuera, como la sombra del sauce llorón, son de pésimo agüero. Bien lo sabía Miguelito Laredo, alias Camagüey, al que le deleitaba sacar el revólver delante de los espejos coloniales y de las cornucopias, y pasear en calesa.
 --Yo digo: querer o no querer de dos cosas una, es elegir, y por ello debe cifrarse la naturaleza del libre albedrío en la elección. Y tú responderás: obí, obá, cada día yo te quiero más, obí, obá, obí, obá, mirando al balcón de enfrente y quedando tronera--.
Miguelito Laredo, alias Camagüey, disponía de carricoche en el que trasladaba el hatillo con los rollos de película hasta la estación de ferrocarril tras el último pase. A Áurea Castrejón Brindis le fascinaba montar en calesa con mantón de Manila. En el centro del mantón estaba bordado un enorme pavo real con la cola desplegada. Circulaba con solemnidad por los serpenteados trechos del pueblo con la catadura de Eugenia de Montijo por las calles de París, o puede que más aún.  Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y vendedor al detall, sistemáticamente le negaba el saludo a Áurea Castrejón Brindis. Pero eso sólo en público, ante los ojos de los vecinos. Mantenía que ella se encontraba en sempiterno pecado mortal. La realidad era otra. Pedro Cedrés le saludaba y besaba la mano cuando se acercaba a su casa acompañando al cura cuyo nombre no recuerda este cronista, escoltados por los monaguillos de jornada. Las comadres de tres rabos tildaban de zorra y de librepensadora a Áurea Castrejón Brindis, aprovechando que baldeaban la ropa en el lavadero público. El cura, que no hacia ascos a nada, se quitaba la teja en casa de Áurea Castejón Brindis y aceptaba su hospitalidad paladeando un chocolate a la taza en el que untaba bizcochos de soletilla de la Confitería Caro, Calatayud; mas tarde, cuando se rompía el hielo y se aflojaba el alzacuellos, se echaba al coleto alguna copita de anís Manolote. Pedro Cedrés, como ya intentó dejar claro este modesto cronista renglones más arriba, no correspondía al saludo de Áurea Castrejón Brindis en la vía pública por guardar las formas. Sin embargo, una vez traspasado el umbral de la puerta de su casa todo cambiaba. Se acomodaba en un sillón Morris con cojín y se aplicaba a la merienda con la voracidad de un sabañón, olvidándose por completo de la posible financiación de los bocetos del botafumeiro parroquial. Miguelito Laredo, alias Camagüey, se envolvía en una chaquetilla blanca muy parecida a la que había visto Áurea Castrejón Brindis en Casa Lucio, en la madrileña Cava Baja, y servía la mesa con soltura. Después de haber llevado el chocolate en tazas de fina loza de La Cartuja sevillana a dos mesas (una, para la señora, el párroco y Pedro Cedrés, su eterno acompañante; la otra, más reducida, para los monaguillos de jornada) Miguelito Laredo, alias Camagüey, regresaba a la cocina para ejercitarse con el revólver y ya no volvía a asomar la calamorra por el comedorcito de diario, salvo cuando Áurea Castrejón Brindis hiciese tintinear una campanilla con una exquisitez y destreza en el juego de muñeca sólo superable con la pericia de las pajilleras de Chapina.

Entre la catarsis y un milico con chapiri




Hay unas dolencias que son más ingratas que otras. Unas, las que no tienen perdón, las que son ramal directo de la carencia de aliño particular, como la de ser acribillado por las ladillas. Otras, las perdonables, las de falta de precaución, como las purgaciones de garabatillo, que siempre  lograron sortearse con la usanza de la goma profiláctica, o condón, que también lo llamaban así. El cronista, intentando ser escrupuloso con la veracidad considera pasado el tiempo suficiente como para tamizar recuerdos, que aquel santo de mierda y con cara de sarasa estreñido no ayudó lo suficiente en procurar aguaceros ni a que los vecinos de aquel pueblo curasen de la envidia, ese deletéreo padecimiento diestro en hacer verdear los carrillos y la catadura de quienes lo padecen.  Aquella figura de escayola laqueada se le antojó al cronista como la mezquina talla de un santón misterioso e indocumentado, incapaz de asumir medio sopapo, sin que no por ello fuese menos importante a los fanales de la Iglesia y a los quinqués del Obispo de Roma. Bien pudo tratarse de san Ulfrido, obispo al que martirizaron nada menos que en Suecia por haber roto una estatua del dios Thor, o de san Fidel de Sigmaringer, que cambió la toga por el hábito de capuchino hasta convertirse en mártir por los calvinistas. Al padre de Áurea Castrejón Brindis le dieron matarile los fascistas en una barranquera pasado el puerto de la Bigornia. A Carlos Lizondo le agujerearon los falangistas en Zaragoza. Carlos Lizondo era tenor. Delante del pelotón no se arrugó. Para Lizondo, aquella colocación a la intemperie junto a una tapia sólo se trataba de un simple cambio de escenario de amor y muerte. El martirio, también la ejecución por ideas, sólo produce un estado de catarsis como consecuencia de un derrame de adrenalina. Las balas disparadas no llegan a causar dolor si se acierta en puntos vitales. Carlos Lizondo, en aquel trance, comenzó a cantar el Adiós a la vida, de Tosca, que era como el gorjeo del gorrión que se había quedado ciego. No se deben romper las estatuas de los dioses ni las peanas con las cabalgaduras de los generales. Los militares correosos siempre quedan fosilizados sobre un caballo de casta, como el Cid Campeador en el Espolón de Burgos, Espartero en Logroño, o Franco, ese hombrecillo castrón con aliento de comida de rancho garbancero en la Academia General Militar de Zaragoza.  Aquel hombrecillo laureado y capón calzó botas de montura con alzas, espuelas brillantes y chapiri cuartelero de borla caída sobre la frente para encaramarse, como el santo a la peana, al Rolls que le había regalado Hitler para no ser menos que Pavía entrando en el Congreso. Al malnacido milico se le acabaría dando culto de behetría. Cuentan sus biógrafos que fue coqueto, que tuvo la voz de niño de primera comunión y que apostó invariablemente desde la distancia a caballo ganador, con escuetos telegramas destinados a Mola antes de la muerte de Calvo Sotelo, donde puso en un lacónico telegrama eso de “geografía poco extensa”, que en código cifrado equivalía a “Franco no va”, y lindezas parecidas. Luego fue, se vino arriba y la montó parda. Escribió León Felipe:
No me contéis más cuentos,
                        que vengo de muy lejos
                         y sé todos los cuentos.