viernes, 24 de febrero de 2017

El arte de Enfermería de Pimentel





La sirvienta del Café Suspiros de España se llamaba Alicia. El practicante Atilano Pimentel le estaba aliviando las molestas hemorroides con varas de zumaque, aunque Atilano Pimentel consideraba que aquellas almorranas también podrían perder fuerza con aplicaciones de carbón de roble molido en la base del ano. Pero, ante ambas alternativas, Alicia se inclinó por las varas de zumaque que le proporcionaba Miguelito Laredo, alias Camagüey. El practicante Atilano Pimentel bajó la persiana en evitación de poder ser observado por fisgones para comprobar los avances con su posología,  Alicia, muy pudibunda, le rogó a  Atilano Pimentel que pasase al otro lado del mostrador, junto a la cámara de las cervezas y la despensita. Alicia se quitó la braga para facilitar las palpaciones en el esfínter anal. Mas tarde, Atilano Pimentel asentó sobre el mostrador unos sifones que estorbaban y hurgó detenidamente con un dedo su conducto excretor, comprobando que ya estaba en condiciones de que se le pudiese dar de alta.  Le preguntó a Alicia si tenía prurito vaginal. Ella le confesó que sí, que lo tenía. Entonces, Atilano Pimentel le trasteó la vulva y le practicó unas oscilaciones en el punto G que la dejaron muy relajada. Atilano Pimentel se sabía de carrerilla el librito Arte de la Enfermería para asistencia teórico-práctica de los pobres enfermos que se acogen a la de los hospitales de la Sagrada Religión. En esas estaban cuando volvieron a aparecer los monaguillos de retén. Encontraron la persiana bajada y dieron unos suaves golpes para que alguien desde adentro la levantase. Apareció en la puerta Atilano Pimentel muy sudoroso y con el nudo de la corbata color de la zanahoria de medio lado. Los monaguillos de retén le insistieron en la urgencia de atender a la manola. A Atilano Pimentel no le quedó otro remedio que acompañarles hasta la rambla. La procesión seguía taponada. La dolorida manola se había sentado en el suelo y se hallaba rodeada de comadres que la abanicaban. La  peineta estaba colgada a modo de percha en la rama de una acacia de tres espinas,  que algunos denominan como falso algarrobo.  Atilano Pimentel le abrió la boca y le dio a tomar una píldora de sabor desagradable envuelta en  una hostia que le había proporcionado el cura sin nombre para, de esa guisa, poder disipar su pésimo emboque. Luego le aplicó un vendaje en el tobillo y no sé qué linimentos grasientos, que eso es lo de menos en aquella historia y no merece la pena ser contado por este cronista al que le sobrepasaban los acontecimientos. Como dijo Voltaire, el secreto para aburrir consiste en contarlo todo. Por lo demás, hay cosas que da grima explicar. Máxime, cuando tales acontecimientos acaecieron en medio de un barranco donde la apatía de los feligreses varones, que adoraban al santo por la peana, también por la hisopadura en los asperges cada vez que al cura sin nombre se le iba la mano, y se marchaban a echar humo,  hacer aguas menores y trincar de la alcarraza con agua fresca al parapeto encalado de la calle Tales de Mileto, bajo el balcón corrido y lleno de geranios de Áurea Castrejón Brindis, mujer de bandera, caliente, sensual e inteligente, siempre deseosa en practicar obras de caridad.

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