miércoles, 22 de febrero de 2017

Entre la catarsis y un milico con chapiri




Hay unas dolencias que son más ingratas que otras. Unas, las que no tienen perdón, las que son ramal directo de la carencia de aliño particular, como la de ser acribillado por las ladillas. Otras, las perdonables, las de falta de precaución, como las purgaciones de garabatillo, que siempre  lograron sortearse con la usanza de la goma profiláctica, o condón, que también lo llamaban así. El cronista, intentando ser escrupuloso con la veracidad considera pasado el tiempo suficiente como para tamizar recuerdos, que aquel santo de mierda y con cara de sarasa estreñido no ayudó lo suficiente en procurar aguaceros ni a que los vecinos de aquel pueblo curasen de la envidia, ese deletéreo padecimiento diestro en hacer verdear los carrillos y la catadura de quienes lo padecen.  Aquella figura de escayola laqueada se le antojó al cronista como la mezquina talla de un santón misterioso e indocumentado, incapaz de asumir medio sopapo, sin que no por ello fuese menos importante a los fanales de la Iglesia y a los quinqués del Obispo de Roma. Bien pudo tratarse de san Ulfrido, obispo al que martirizaron nada menos que en Suecia por haber roto una estatua del dios Thor, o de san Fidel de Sigmaringer, que cambió la toga por el hábito de capuchino hasta convertirse en mártir por los calvinistas. Al padre de Áurea Castrejón Brindis le dieron matarile los fascistas en una barranquera pasado el puerto de la Bigornia. A Carlos Lizondo le agujerearon los falangistas en Zaragoza. Carlos Lizondo era tenor. Delante del pelotón no se arrugó. Para Lizondo, aquella colocación a la intemperie junto a una tapia sólo se trataba de un simple cambio de escenario de amor y muerte. El martirio, también la ejecución por ideas, sólo produce un estado de catarsis como consecuencia de un derrame de adrenalina. Las balas disparadas no llegan a causar dolor si se acierta en puntos vitales. Carlos Lizondo, en aquel trance, comenzó a cantar el Adiós a la vida, de Tosca, que era como el gorjeo del gorrión que se había quedado ciego. No se deben romper las estatuas de los dioses ni las peanas con las cabalgaduras de los generales. Los militares correosos siempre quedan fosilizados sobre un caballo de casta, como el Cid Campeador en el Espolón de Burgos, Espartero en Logroño, o Franco, ese hombrecillo castrón con aliento de comida de rancho garbancero en la Academia General Militar de Zaragoza.  Aquel hombrecillo laureado y capón calzó botas de montura con alzas, espuelas brillantes y chapiri cuartelero de borla caída sobre la frente para encaramarse, como el santo a la peana, al Rolls que le había regalado Hitler para no ser menos que Pavía entrando en el Congreso. Al malnacido milico se le acabaría dando culto de behetría. Cuentan sus biógrafos que fue coqueto, que tuvo la voz de niño de primera comunión y que apostó invariablemente desde la distancia a caballo ganador, con escuetos telegramas destinados a Mola antes de la muerte de Calvo Sotelo, donde puso en un lacónico telegrama eso de “geografía poco extensa”, que en código cifrado equivalía a “Franco no va”, y lindezas parecidas. Luego fue, se vino arriba y la montó parda. Escribió León Felipe:
No me contéis más cuentos,
                        que vengo de muy lejos
                         y sé todos los cuentos.

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