lunes, 20 de febrero de 2017

Troncharse con el jolgorio





El ciudadano Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y comerciante al detall,  de natural austero, abrió una libreta de ahorros en  la oficina de Correos con cincuenta pesetas de aportación inicial a cada uno de sus hijos a los pocos días de nacer, con la esperanza de empujarles a que  fueran hombres de pro. Pedro Cedrés era lo antitético de Miguelito Laredo, alias Camagüey, siempre provisto de indumentaria estrafalaria como si pretendiese asaltar una diligencia, o un convoy en Dodge City. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le arrebataba subirse y apearse en marcha de los vagones con balconcillo en el ómnibus Arcos, que hacía la trocha diaria entre Zaragoza-Arcos de Jalón, y viceversa. Iba cada noche de verano hasta la Estación, donde también acudían las mujeres en grupitos para ver llegar el tren y poder tomar la fresca. En el único banco existente en aquel estrecho andén se estrujaban como piojo en costura y se daban calor recíproco. Este cronista cree recordar, y sin pensárselo dos veces lo pasa a limpio a papel Guarro de doble pliego, que ninguna de aquellas harpías alzaba el redondeado culo del asiento hasta tener el coche de cola justo frente a sus cuerpos. Entonces, sólo entonces, era cuando aquellas enlutadas comadres alcanzaban el clímax de la carcajada; es decir, en el instante en el que Miguelito Laredo aparecía frente a ellas espigado y petulante sobre el estribo del vagón de cola y se apeaba de carrerilla con  maestría de guardafrenos. Aquellas hembras adiposas y reñidas con la higiene se tronchaban con el jolgorio. Alguna, con incontinencia urinaria, abría la espita y empapaba su braga al no conseguir domeñar los esfínteres. Don Secundino, al que  habían motejado como Fosglutén al cuarto de hora de su llegada al pueblo, era de Henares de Mohernando además de jefe de la Estación. Abroncaba y achicaba a Miguelito sistemáticamente con amenazas de denunciar los hechos a la Guardia Civil, sin percatarse nunca el pobre Fosglutén de que una pareja de picoletos permanecía noche tras noche algo apartada del guirigay por la zona de los retretes o de la lampistería, también desternillándose de risa aunque, eso sí, contemplando la carta de ajuste de la luna llena, o Sirio, la estrella más brillante, o Betelgeuse, la supergigante roja. Aquella pareja de guardias civiles siempre miraba hacia otro lado, sopesando la posible gravedad de cada asunto puntual de forma somera. Miguelito Laredo, alias Camagüey, proveía a la casa-cuartel de patatas, tomates y frutas del huerto durante todo el año por disposición expresa de Áurea Castrejón Brindis. Los guardias, en absoluta reciprocidad, eran agradecidos cuando iban de correría, con el tricornio forrado de tela verde, visera y cogotera, zurrón, capa, máuser y el grave barbuquejo desfallecido sobre la papada para que sobrecogieran sus trazos por las orillas de los caminos, serios y silentes. También, añadiendo respeto a la procesión del santo aquella calurosa tarde. El gato de automoción había ayudado en el barranco a que la peana procesional no se escorase hacia la izquierda, que era por donde se ladeaban por su natural los rojos carmesíes y los republicanos que perdieron la guerra.

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