miércoles, 22 de febrero de 2017

Untando bizcochos de soletilla




A este cronista le consta que Mola, Sanjurjo y la Trama Civil, ese lobby que tuvo nombres y apellidos y que puso el dinero necesario para iniciar el golpe de Estado, entendieron las claves con maestría de amantes furtivos cuando interpretaban el lenguaje del abanico, el lenguaje de las flores, y descifraban todos los llantos de angustia del hombre, que de todo se dio en la viña del señor antes de que Madrid pasara de corte a cheka y de que Agustín de Foxá, al que Franco le concedió un marquesado sin poseer derecho bastante para favorecer con tales concesiones nobiliarias (sin haber estado presente en el Congreso de Valencia ni en el previo de París para la defensa de la Cultura), vendiera libros con zambra y revuelo en la cacharrería del Ateneo, en el que tipos como Azorín, que se tenía por hombre genial, escribía aquellas chorradas de "Gasto capa con bordados/ a veces llevo gabán/ y miro de arriba abajo/ a la gentuza vulgar". Se paseaba Ramón María del Valle Inclán por la chocolatería de San Ginés con barbas de judío ortodoxo; Monís, catedrático miope y rizoso de Murcia, por la cuesta de Moyano; y  Jiménez de Asúa con El Sol debajo del brazo por la Gran Vía. A Azaña no se le localizaba facilmente porque iba de traje gris, que camuflaba mucho entre el esplín, los cortinones y los tapizados de las sillas, siempre aislado y sentado en una mesa de mármol del último rincón de la Granja El Henar, con el gobierno de la República dentro de su enorme mollera, aunque la República le estuviera matando los glóbulos rojos y le procurara una decoloración suprema, esa palidez que sólo asiste a los confesores penitenciales de las catedrales y a las monjas de clausura que bordan bajo la sombra de las higueras de tan mal auspicio; porque la sombra de la higuera, como la sombra del sauce llorón, son de pésimo agüero. Bien lo sabía Miguelito Laredo, alias Camagüey, al que le deleitaba sacar el revólver delante de los espejos coloniales y de las cornucopias, y pasear en calesa.
 --Yo digo: querer o no querer de dos cosas una, es elegir, y por ello debe cifrarse la naturaleza del libre albedrío en la elección. Y tú responderás: obí, obá, cada día yo te quiero más, obí, obá, obí, obá, mirando al balcón de enfrente y quedando tronera--.
Miguelito Laredo, alias Camagüey, disponía de carricoche en el que trasladaba el hatillo con los rollos de película hasta la estación de ferrocarril tras el último pase. A Áurea Castrejón Brindis le fascinaba montar en calesa con mantón de Manila. En el centro del mantón estaba bordado un enorme pavo real con la cola desplegada. Circulaba con solemnidad por los serpenteados trechos del pueblo con la catadura de Eugenia de Montijo por las calles de París, o puede que más aún.  Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y vendedor al detall, sistemáticamente le negaba el saludo a Áurea Castrejón Brindis. Pero eso sólo en público, ante los ojos de los vecinos. Mantenía que ella se encontraba en sempiterno pecado mortal. La realidad era otra. Pedro Cedrés le saludaba y besaba la mano cuando se acercaba a su casa acompañando al cura cuyo nombre no recuerda este cronista, escoltados por los monaguillos de jornada. Las comadres de tres rabos tildaban de zorra y de librepensadora a Áurea Castrejón Brindis, aprovechando que baldeaban la ropa en el lavadero público. El cura, que no hacia ascos a nada, se quitaba la teja en casa de Áurea Castejón Brindis y aceptaba su hospitalidad paladeando un chocolate a la taza en el que untaba bizcochos de soletilla de la Confitería Caro, Calatayud; mas tarde, cuando se rompía el hielo y se aflojaba el alzacuellos, se echaba al coleto alguna copita de anís Manolote. Pedro Cedrés, como ya intentó dejar claro este modesto cronista renglones más arriba, no correspondía al saludo de Áurea Castrejón Brindis en la vía pública por guardar las formas. Sin embargo, una vez traspasado el umbral de la puerta de su casa todo cambiaba. Se acomodaba en un sillón Morris con cojín y se aplicaba a la merienda con la voracidad de un sabañón, olvidándose por completo de la posible financiación de los bocetos del botafumeiro parroquial. Miguelito Laredo, alias Camagüey, se envolvía en una chaquetilla blanca muy parecida a la que había visto Áurea Castrejón Brindis en Casa Lucio, en la madrileña Cava Baja, y servía la mesa con soltura. Después de haber llevado el chocolate en tazas de fina loza de La Cartuja sevillana a dos mesas (una, para la señora, el párroco y Pedro Cedrés, su eterno acompañante; la otra, más reducida, para los monaguillos de jornada) Miguelito Laredo, alias Camagüey, regresaba a la cocina para ejercitarse con el revólver y ya no volvía a asomar la calamorra por el comedorcito de diario, salvo cuando Áurea Castrejón Brindis hiciese tintinear una campanilla con una exquisitez y destreza en el juego de muñeca sólo superable con la pericia de las pajilleras de Chapina.

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