lunes, 17 de julio de 2017

Don Agardo de la Caballería





Don  Agardo de la Caballería, casado como Dios manda con doña Dorotea Manavens, llevaba más de siete años jubilado en Correos. Al punto de la mañana se iba derecho hasta el Círculo La Unión para leer los periódicos. Se centraba en las esquelas de ABC, de Heraldo de Aragón y de España de Tánger. Como era el primer lector, siempre quitaba las fajillas a la prensa. Más tarde echaba un vistazo a  la política, el  deporte y los ecos de sociedad, si es que aquel día había ecos de sociedad. Don Agardo de la Caballería recortaba algunas esquelas de la prensa del día anterior antes de que fuesen a la basura o se utilizaran para envolver algún bocadillo. Don Agardo estaba convencido de que los bocadillos envueltos en papel de periódico sabían de otra manera, sobre todo si eran bocadillos de agujas en escabeche o de sardinas en aceite de oliva. Casi todas las mañanas, a eso de las doce, aparecía por el Círculo un joven flaco, se sentaba en una mesa de mármol, sacaba un cuadernillo y una estilográfica Jonson, (de aquellas tan de moda en los 60 que tenían un  émbolo a modo de jeringa para llenar su depósito de tinta), y se quedaba pensativo y como catatónico delante del papel cuadriculado. El camarero le conocía como Luquillas. Y Luquillas llevaba mucho tiempo intentando componer un soneto a maiore, con acentuación en la sexta sílaba de cada endecasílabo. A veces salía de su ensimismamiento y sacaba del bolsillo un  papelito con el soneto “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido... (...) No me tienes que dar porque te quiera, / pues, aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”, que tenía de muestra y nadie sabía qué poeta lo escribió aunque se le atribuyesen muchos padres. Sí se conocía, que ya era algo, que había sido publicado en 1628. Luquillas siempre tomaba lo mismo: una orangina. Don Agardo de la Caballería, a ratos, levantaba la vista de la prensa y observaba al muchacho como el que ve llover. Pedía otro café con leche, repasaba las esquelas mortuorias por si se le había pasado algún detalle, y al filo del vermú regresaba a casa zancajoso y ayudado de bastón por culpa del reuma.  Doña Dorotea, entretanto, manejaba los pucheros en los fogones de la cocina con la habilidad de un alquimista. Don Agardo encendía la radio al tiempo que sonaba el reloj de la Puerta del Sol anunciando las dos y media de la tarde, el tararí acostumbrado precedente al “Gloriosos caídos por Dios y por España, ¡presentes!” y a un boletín de noticias leído por un locutor con voz engolada que arrancaba con los recibimientos en El Pardo de ministros y de algún personaje de actualidad, la firma de contratos para la construcción de Astilleros Españoles, la detención de Lumumba y su traslado a Leopolville y el ofrecimiento del Estado Español a Fabiola de Mora y Aragón de una corona real de oro y platino, en la que han sido engarzados brillantes, esmeraldas y perlas. Eran los primeros días de diciembre de 1961 y el cielo tenía aspecto de panza de burra. Podría nevar.

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