martes, 15 de agosto de 2017

Don Adolfito (III)





A decir verdad, y así lo señala Gutiérrez Calderón, la indumentaria de don Adolfito  variaba con frecuencia. “Unas veces traía sombrero –cuenta en autor de ‘Santander fin de siglo’—y otras, gorra de visera; alpargatas o botas y lo mismo sucedía con la barba, que era corta o traía perilla, o unos buenos bigotes que arrancaban de los carrillos y que en sus tiempos estuvieron de moda”. (...) “Su visita anual era en la segunda quincena del mes de abril; ningún año faltó, hasta que dejó de visitarnos, que sería cuando abandonó este mundo o acaso algunos años antes, en que pudo enfermar”. (...) ¡Ah!, don Adolfito, seguido de cuatro o cinco chiquillos, escolta que siempre le acompañaba, se detenía de pronto enfrente de algún mirador o ventana; algo había visto... Y en aquel momento, derechas y unidas su piernas, y colocados sus pies en escuadra cual militar en correcta formación, sacaba de la funda su violín y su arco, señalaba con éste a la joven que había visto asomada, y al mismo tiempo que la saludaba echando mano al sombrero, le dirigía frases corteses, le brindaba una canción y decía muy alto: “sólo por ti / suspiro yo, / pero olvidarte / monona mía, / no puedo, no”. A veces, desde un balcón le lanzaban alguna moneda. Él la besaba antes de meterla en el bolsillo de la chaqueta. Durante muchos años fue cobijado por un tal Temiño, en la cuesta de Gibaja número 3, piso primero, donde se solía presentar sin avisar de su llegada. Sostiene Gutiérrez Calderón en su libro que “salía todas las mañanas a las cinco, en ayunas, y no volvía hasta la noche, haciendo todas las comidas fuera de casa y recorriendo la población y los pueblos de los alrededores”. También sostiene Gutiérrez Calderón que “comía y cenaba ordinariamente en el establecimiento de la viuda de Anselmo, casa de comidas en la calle del Cubo...”. Cuando se marchaba de Santander, al mes de su estancia, iba a Torrelavega. Escribe Gutiérrez Calderón: “Iba solo, silencioso, bien aplomado su cuerpo y con andar seguro y desenvuelto, cubierta con un pañuelo blanco su gorra de visera, llevaba colgado de la espalda su maco pequeño de ropa y, además, su violín en su bolsa. Estaba en Torrelavega cuatro o cinco días a lo sumo, hospedándose en la casa de don Inocencio Revuelta y hermano, en la que dejó siempre fama de buen pagador y de hombre fino y considerado. Algunos años estuvo dos veces. “Sobre el año 1892 –cuenta Gutiérrez Calderón—recorría Asturias, pasaba por Llanes. En Oviedo se detenía unos quince días, visitaba las tertulias que al anochecer formaban las mujeres a las puertas de las casas y entre ellas conseguía algunos donativos de poca importancia. Se decía que desde allí se dirigía a Gijón y a las playas de Asturias, siguiendo su constante andar, sabe Dios por dónde. Se le vio en Avilés, con frecuencia en Vigo, en La Coruña, en Lugo, en Santiago de Compostela, y en la Puebla, frente a Villagarcía de Arosa, y se decía que no tenía residencia fija”. Llegó un tiempo en el que don Adolfito dejó de ir por Santander. Se temía lo peor. Un número de El Imparcial de febrero de 1904 despejó la incógnita. Bajo el epígrafe “Muerte de un trovador”, se contaba que don  Adolfito había fallecido en un lugar de Galicia que Gutiérrez Calderón no recordaba en su libro. Se le dedicó hasta una habanera.

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