jueves, 2 de noviembre de 2017

Vivir, sin morir en el intento





Leo en la prensa aragonesa que la Guardia Civil procedió a interceptar el pasado 25 de octubre un vehículo a las afueras de Zaragoza con 800 kilos de rebollones, a los que se consideró no aptos para el consumo por diversas razones: carecer de trazabilidad, identificación, registro, documentación de acompañamiento, no encontrase el producto envasados en cajas de un único uso, de carecer de un etiquetado que no contenía lugar de producción, etcétera. El conductor del vehículo señaló a los agentes que los rebollones habían sido adquiridos en Perpiñán, que procedían de una empresa radicada en Rumanía y que los transportaba hasta su empresa ubicada en la provincia de Burgos para su venta al detall. Vamos, un galimatías. Estoy seguro que esos rebollones hubiesen alcanzado un precio final alto, si se tiene en cuenta la falta de lluvia en España y el consiguiente mal año para los buscadores de setas. A mi entender, es importante que la Guardia Civil persiga aquellos comestibles que se transportan de un lado para el otro sin ningún tipo de seguridad para el ciudadano que los adquiere. Pero tan importante con eso sería que la Guardia Civil pasarse por las tiendas de alimentación y comprobase albaranes de procedencia de los géneros que allí se ofertan. Y estoy pensando, por ejemplo, en la venta de caracoles. Con las cosas de comer no se juega. Recuerden la intoxicación masiva los daños producidos por productores de aceite de colza desnaturalizado y por los garrafistas que lo vendían en mercadillos ambulantes, e incluso lo transportaban casa por casa. Aquel fue uno de los mayores casos de envenenamientos masivos por un desmedido afán de lucro que afectó a unos 25.000 ciudadanos en 20 provincias durante la primavera de 1981, de los que murieron alrededor de 1.100.  Jesús Sancho Rof, ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social en el Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo, recuerdo que le llamó “neumonía atípica”  y “síndrome tóxico”. Y dijo de ese síndrome tres semanas después de la primera víctima, que estaba “producido por un bichito que es menos grave que la gripe, del que conocemos el nombre y el primer apellido. Nos falta el segundo. Es tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata”. Podría citar otros casos, muchos de ellos relacionados con el metanol. Pero, bueno, hoy la Iglesia Católica conmemora el Día de los Fieles Difuntos y aquí paz y luego gloria. También hubo desgracias de trenes, derrumbe de presas de pantanos y descalabros por pisar cáscaras de plátano o la pastilla de jabón en la bañera. De ello supieron mucho los de mi generación por el TBO. Pero la desgracia de Ribadelago (Riballagu en sanabrés) no sé a quién pudo ser atribuible. Supongo que al peón encargado de cerrar las compuertas, o a un señor que pasaba por ahí buscando finas hierbas y silbando “Nunca llueve al sur de California”. Lo de los trenes siempre estuvo claro: la culpa, del maquinista. Era la forma más cómoda de quitarse responsabilidades de encima, sobre todo si éste había muerto en el accidente.

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