domingo, 24 de diciembre de 2017

Caracoles




Bajo el epígrafe “Caracoles a la montañesa, el plato de las Nochebuenas cántabras”, el diario digital El Español presenta hoy al lector lo que a mi entender es la mejor manera conocida de guisar esos  gasterópodos. Pero como suele suceder con otros muchos productos culinarios, lo cierto es que “la salsa suele valer más que los caracoles”, cuando a la cazuela se les añade jamón, chorizo, panceta adobada, cebolla, ajo, pimiento choricero, tomate triturado, nueces, cayena, comino, laurel,  pimentón, cebolla, puerro, zanahoria, sal vinagre y aceite puro de oliva. Personalmente detesto cuando los cocineros hacen hincapié en el uso del “aceite de oliva virgen extra”. Parece que se estuviesen refiriendo a algo relacionado con en el catecismo de Ripalda y con la bula Ineffabilis Deus de Pío IX.  Todavía recuerdo cuando en las latas  de Albo, que para mí siguen siendo las mejores conservas españolas, ponía entre los ingredientes “aceite puro de oliva”. Con eso estaba dicho todo. Lo cierto es que el plato de caracoles está lleno de controversias: a unos comensales les satisface, a otros les repugna. Pasa algo parecido con las ancas de rana, con los fardeles, con las morcillas, o con los callos y demás casquería. Por otro lado, el caracol terrestre es un bioindicador del suelo, tiene la particularidad de acumular en su organismo aquellos metales pesados (plomo y mercurio) que están en el terreno. Pero, como dice el viejo refrán: “una vez al año no hace daño”, salvo que se trate de recibir un sopapo, o de que la Declaración de Renta nos salga positiva. Bueno, eso último más que un dolor es una tragedia.

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