lunes, 1 de enero de 2018

El último guateque





Un día me enteré de que había cerrado Savoy para siempre y que se iba a convertir en una oficina bancaria. En aquel restorán comíamos una vez al año mi hermano y yo cuando mis abuelos maternos aparecían por el internado y nos llevaban a comer algo decente. En los colegios de frailes se comía muy mal. También, en aquel restorán se reunían una vez al mes los componentes de la Peña Los Magníficos, donde los socios podían compartir mesa y mantel con Violeta, con Canario y con todos los amigos que en vida tuvo Ceamanos, creador de la tertulia. Y allí compartían los socios un cocido, siempre un cocido, cuya sopa era ofrecida en un plato enorme que parecía la bacía de don Quijote, aquella especie de palangana de ancho borde y con una hendidura para apoyar el cuello donde remojaban las barbas de sus clientes los sacamuelas, barberos y algebristas. Pero lo peor de todo, si cabe, es que con la muerte de Savoy se tuvo que marchar con su hatillo a otra parte Enrique, el limpiabotas. Los viejos cafés zaragozanos se fueron transformando en “puertos humanos de barcazas varadas”, como dijera Francisco Umbral en “Cela, un cadáver exquisito”. El día que se nos murió El Plata, antes de su última resurrección merced a Bigas Luna, claro, quiero decir El Plata de las Hermanas Castillo, el pianista de Gallur, don Julio, tuvo que marcharse con sus bártulos, o sea, con sus diez dedos de las manos y una sobada carpeta con fragmentos de zarzuelas a La Pianola, en la calle del Temple, para distraer a unos sansirilés que tenían el reloj parado en los treinta años y el jaleo de fin de semana en el cuerpo. Y don Julio encendía un cigarro de “ideales” que se le apagaba una y otra vez a fuer de no chupar, y lo volvía a encender tras despachar con aseo cada petición. Algo parecido sucedió cuando murió el fotógrafo de la trasera de La Lonja, Ángel Cordero Gracia. Los socialista municipales, tomando un respiro entre adefesio y adefesio, le erigieron un recuerdo en forma de caballito de bronce, en el que ahora se hace la foto los niños de primera comunión y unos chinos de edad avanzada que no sabemos de dónde salen. También se marchó al otro mundo Luis Pastor, al que le cerraron en El Tubo su salón de limpiabotas los especuladores de suelo urbano. Un día puso en marcha su viejo chevrolet  blanco y grana y se marchó  cantando “La Lirio, la Lirio tiene...” por unas carreteras secundarias interestelares. Parecido a lo que hizo El Chava cuando le cerraron El Pavón, en Calatayud, que era como el cuarto de estar de tratantes en ganado y de ciudadanos de los pueblos vecinos, que habían tomado el coche de línea de la Empresa Olivar para ir a Cantarero, el dentista; a arreglar el reloj de pulsera donde Espigares; o a comprarse un  precioso macferlán en Confecciones Gállego. Y despareció para siempre, cómo no, mi amigo Inocencio Ruiz el día que descubrió que su librería de lance la tenía en erial, o Ricardo Artiach cuando se convenció de que su preciosa Casa Lac, local por el que llegué a sentir cariño, estaba rodeada de escombros y ya sólo era un oasis sin palmeral. La nostalgia corre como lagartos.

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