sábado, 10 de febrero de 2018

Carpanta en el recuerdo




En la sección gastronómica de un periódico regional aragonés aparece hoy un suelto de Manuel Vilabella (crítico gastronómico lucense afincado en Oviedo que colabora en diversas publicaciones) que me ha sorprendido. Bajo el título “El de calamares, ¿la mejor expresión del bocadillo?”, Vilabella entiende que ese bocadillo supuso un salto importante popular  tras muchos años de escasez. Puede ser. Al referirse al concepto de pincho, dice que  es hijo del bocadillo, viene de abajo, de la canalla, de la gleba, de ese comensal periférico y marginal que con mucha curiosidad y poco dinero exige, con una cierta violencia, su porción del festín porque se niega a formar parte del grupo anodino del no sabe, no contesta”. ¡Mátame, camión! Y sobre el bocadillo aclara que “se alía con el público joven para que el comer forme parte de la modernidad vista desde otro ángulo, con otros precios y al alcance de cualquier bolsillo”. Sobre el “pepito” me quedo atónico cuando leo que “fue un intento extravagante y algo clasista que tuvo éxito entre las gentes acomodadas pero que la ciudadanía observó con indiferencia y desde la lejanía”. Aquí ya no estoy nada de acuerdo con Vilabella. La gente de pocos recursos posiblemente no apreció, como se merecía, un filete de ternera frito entre pan por la sencilla razón de que en su mesa jamás aparecía esa pieza de vacuno. Personalmente me encanta el “pepito” de ternera. Es una forma rápida de echarte al cuerpo un contundente piscolabis cuando no se tienen muchas ganas de guisoteos o se está de “rodríguez”, que lo uno y lo otro suelen ir parejos. Pero comparto con ese crítico algo que cuenta: “La cocina de autor, el reducto de las élites, que era hasta hace muy poco la impulsora de los cambios sociales, resulta económicamente inalcanzable para la mayoría de los mortales y atraviesa una crisis profunda. Cuando un almuerzo para dos cuesta la friolera de más de cien euros tiene como consecuencia inmediata la desaparición en masa de la clientela, los comedores de los artistas del fogón se convierten en catedrales vacías porque la gente corriente se va con la música y la cuchara a otra parte. En este país, donde el ciudadano recibe un salario de risa pero se le pide que ahorre y que a la vez consuma, como pretende el memo  Mariano Rajoy, la cocina de autor, ese “reducto de las élites”, sobrevive gracias a empresarios cicateros que nadan en dinero negro, políticos corruptos  contagiados de amnesia transitoria global frente a los jueces y eméritos de opereta. La arruinada clase media a costa de un Estado derrochador y la clase trabajadora, que hasta se queda dormida en el metro sujetando la bolsa con la fiambrera como si fuese un tesorín, bastante tienen con poder llegar a fin de mes a fuer de privaciones. Paradójicamente, nunca se editaron tantos libros de cocina como ahora ni vieron tantos programas relacionados con la comida en las televisiones. Recuerdo que a finales de los años cincuenta la censura estuvo a punto de cancelar las tiras de Carpanta, aduciendo que "en la España de Franco nadie pasa hambre".  Escobar tuvo que suavizar sus guiones, sustituyendo la palabra “apetito” donde antes ponía “hambre”. Pero Carpanta seguía con el pollo asado flotando sobre su cabeza, y en el sabroso manjar pensando. 

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