jueves, 5 de abril de 2018

A beneficio de inventario



El pasado día 30, Viernes Santo, Manuel Vicent nos recordaba en un artículo en El País lo que fueron las otras Semanas Santas, las de la época franquista. Cuenta: “En los patios de luces de toda España dejaba de cantar Concha Piquer y en los andamios ningún albañil osaba arrancarse por soleares. En aquellas Semanas Santas del franquismo se prohibía cantar, silbar y jugar a las cartas; los tambores sustituían a las campanas y en la radio solo se oía música clásica y polifonías de Palestina entre las voces de algún famoso orador sagrado que predicaba el sermón de las Siete Palabras. Lo demás era un silencio morado con el rumor de algún viacrucis: perdona a tu pueblo, Señor —cantaban los penitentes—, mientras al amanecer piaban los pájaros, los únicos seres que parecían libres de pecado. Las señoras provincianas con teja y mantilla, tacones de aguja y medias negras con costuras visitaban los monumentos de jueves Santo dejando atrás un rastro de colonia Heno de Pravia. El oficio de tinieblas se concitaba en las tahonas con el hondo aroma de las torrijas”. Es lo que puede definirse como Oficio de Tinieblas 6, que el Oficio de Tinieblas 5 ya lo dejó escrito Camilo José Cela en “una novela de tesis escrita para ser cantada por un coro de enfermos como adorno de la liturgia…”. Aquí, unos llevan la cruz a cuestas, y otro, cualquiera de los que fumamos chester en las fiestas de guardar y en las bodas, meamos en arco y nos sentamos en silla de velador para ver pasar la vida, ora una señora de buen ver, ora un anciano con chándal de mercadillo, ora un viajante de comercio, ora un meapilas camino de misa de réquiem; en fin, esa gente que camina suelta pero que a veces se une a la masa por amor a la densidad, como decía Elías Canetti, “lleva al hombro la espigarda mora que compró en la testamentaría del raisuni, viste macferlán príncipe de gales y se cubre la cabeza con el bombín color café, que suele usar en las ocasiones muy señaladas” (nonada 229). Me entero de que el Arzobispado de Zaragoza acaba de apropiarse del Pilar hoy jueves. Una finca urbana de 9.100 metros cuadrados que hace treinta años  la inscribió en el Registro de la Propiedad y no ha sido impugnada. El arzobispado presentó el 4 de diciembre de 1987 ante el Registro de la Propiedad número 2 de Zaragoza la certificación con la que anotó a su nombre el “pleno dominio de la finca”, que quedó inscrita el 5 de abril del año siguiente, lo que significa que hoy jueves habrán transcurrido los 30 años, que dan derecho a la institución a registrar la propiedad del templo por la figura jurídica de la usucapión, que reconoce como propietarios de los bienes inmuebles a quien los ha poseído de manera pacífica, sin que nadie se oponga a esa situación, durante tres décadas. Un edificio de 1675, en cuyas obras intervinieron los arquitectos Francisco de Herrera y Ventura Rodríguez y  que incluye frescos de Goya en sus pechinas, cuyos trabajos iniciales fueron financiados por la Corona de Aragón, y donde algo más de un tercio de los diez millones invertidos en las restauraciones de las últimas dos décadas proceden del Gobierno de Aragón y el Ministerio de Cultura. Eso es sabérselo montar. Lo demás, incluido el sermón de las Siete Palabras, sólo son oficios de tinieblas para asustar a una masa de fieles creyentes que pone la “equis” en la Declaración sobre la Renta a favor de los vendedores de humo que hisopean lo que se les ponga por delante con tal de mantener la llama viva de su desvergüenza.

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