martes, 10 de abril de 2018

La segunda vida de Ostos



Ahora, cuando acaba de fallecer Ángel Peralta, El Correo de Andalucía recuerda en sus páginas la tarde en la que el doctor Val Carreres y ese rejoneador salvaron la vida de Jaime Ostos en la plaza de Tarazona. Álvaro R. del Moral hace referencia a la tragedia vivida el  17 de julio de 1963. Esta es su crónica, que transcribo: “Jaime Ostos había hecho el paseíllo en la plaza de Tarazona de Aragón acompañado de El Viti y Caracol. Era una tarde más del nomadeo estival de los hombres de luces: un pueblo en fiestas, otra meta volante dentro del viaje de la temporada... Por delante se anunciaba el nombre de Ángel Peralta sin olvidar el habitual tratamiento de don que entonces gozaban los toreros ecuestres encargados, usualmente, de romper plaza a los infantes. Saltó, por fin, el primer toro de lidia ordinaria. Era un ejemplar de la ganadería de Hermanos Ramos Matías al que el torero de Écija recibió por verónicas. Dos varas y dos pares de banderillas preludiaron el brindis pero a Ostos le molestaba el viento que, en un golpe inoportuno, le dejó al descubierto delante del morlaco. El pitón hizo carne y destrozó la ilíaca. El torero quedó de pie después de la fuerte voltereta; sangraba a chorros... Se lo llevaron a puñados a la enfermería con la impresión de un percance gravísimo. Ingresó sin pulso, casi sin vida, en un quirófano ayuno de los medios más elementales y habitado por médicos derrotados. «No había sangre, ya no tenía pulso; ni siquiera veía y los médicos estaban firmando el acta de defunción pero Ángel –Peralta– buscó a trescientos tíos que se pusieron en cola para darme su sangre», evocó el torero en una reciente charla celebrada en Sevilla. «Me metieron catorce litros a base de jeringazos». La irrupción de Peralta, efectivamente, fue providencial para que el bravo diestro ecijano se quedara en esta orilla. El jinete de La Puebla pidió donantes a voces en los tendidos y consiguió su propósito. Fue el propio Peralta el encargado de inyectar esa vida a golpe de jeringa, de brazo a brazo, mientras el torero se abandonaba a un extraño bienestar. Ni siquiera había agujas de sutura, refería Ostos, y tuvieron que ir a buscarlas a Tudela, un pueblo cercano. Los médicos, proseguía el diestro ecijano, llegaron a preparar el acta de defunción. El capellán ya le había dado la extremaunción”.

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